27 noviembre 2013

Bacterias


Saqué los chorizos del refrigerador, y los lancé sobre la parrillera eléctrica sin dejar que se descongelaran. Media hora después, mastiqué un pequeño trozo, que me pareció un chicle.

Al día siguiente, me golpeé en la cabeza con uno de los estantes de la cocina. Durante cuatro días tuve un ligero dolor en uno de los costados de mi cráneo.

Y todavía hoy puedo sentir las bacterias del chorizo crudo comerse mi cerebro, causándome ese falso dolor de cabeza en uno de los costados de mi cráneo.



02 noviembre 2013

Para H.

Hola, soy P. Soy una persona de marcas. Bebo Solera azul, calzo Converse y visto una franela Zara que se ajusta a mi cuerpo, aunque temo que en poco tiempo la dejaré de usar. También escribo, aunque cada vez menos. Me lo reprocho a veces, antes de dormir, cuando veo a M. y ajusto sus piernas sobre las mías, como un candado, y mi brazo izquierdo oscila entre su pecho y su abdomen, inseguro de presionar sus pulmones, generadores de ronquidos.

Cuando escribo, vuelo. Yo también ronco, pero nunca me he escuchado roncar, por supuesto. M. prepara todos los días el desayuno, y yo trato de cocinar las mañanas de los fines de semana. Me quedan muy ricas las panquecas. Sé que no tienen ciencia, pero a M. le gustan y con eso me basta.

M. cocina delicioso. Tiene la facilidad de hacer el almuerzo en treinta minutos, como en un programa de televisión. Hace tiempo, me sentaba a leer a su lado mientras ella cocinaba, pero ahora me distraigo mucho con mi teléfono inteligente. Procrastinación, le dicen.

Yo bailo mal, pero cuando bailo también vuelo. De todo, escucho lo que me gusta. Siempre hay música en mi cerebro, sólo que la decodifico mal hacia el exterior.

Somos más o menos libres, dentro de lo que cabe. Pero tratamos siempre de pasarla bien.

Eso tenlo por seguro.

18 octubre 2013

Operación Smartphone

Ustedes no saben lo que he visto. Yo estaba en la estación de Metro Gato Negro cuando un chamito robó mi teléfono inteligente. Debo aclarar que apreciaba mucho mi teléfono inteligente. No porque me había costado un ojo de la cara, sino porque me distraía en las colas para comprar papel higiénico. Tiempo atrás, yo sentía esas horas en cola tan inútiles como un militar cuidando pollos en un mercado del gobierno. Pero luego, gracias a mi teléfono inteligente, me ponía a jugar béisbol, y el tiempo se me pasaba volando.

El vagón estaba lleno y yo decidí esperar el siguiente tren. Por eso, saqué mi teléfono inteligente, y me puse a jugar béisbol. Debí sospechar que algo malo pasaría, pero suelo sentirme protegido en lugares con mucha gente y «vigilado con cámaras». Como sea, no vi venir que un niño dentro del vagón lanzaría un zarpazo hacia mi móvil, justo antes de cerrarse las compuertas. Un niño con una camiseta de Los Ángeles Lakers: el violeta desgastado convertido en lila, y una carita feliz dibujada con marcador en el balón del logo. Yo reaccioné tarde, y los golpes que proporcioné a la ventana de plástico fueron un terrible espectáculo para mi ego.

Al menos, no grité. Lleno de una furia desconocida para mí, salté a las vías del tren, y perseguí al vagón que aceleraba su marcha. Raudo, me adentré en el túnel, en el que aún me encuentro perdido.

Ustedes no saben lo que he visto. Al tren lo perdí rápido, evidentemente. Los dos bombillos rojos de la popa se extinguieron como unos párpados que se cierran. Entonces sentímiedo. Si alguna vez se ha ido la luz de noche mientras hacen número dos en su casa, sabrán a lo que me refiero. Incertidumbre, olor a cloaca, calor. Trastabillé varias veces, caí un par, pero nunca utilicé las manos para apoyarme en el piso. Me daba asco. Hasta que escuché el silbido del tren. No era un silbido realmente. Era como alguien que chupaba las últimas gotas de gaseosa por el sorbete. Los rieles vibraron como una oxidada ventana corrediza al abrirla. La brisa caliente me empujó para alentarme a correr por mi vida, o lo poco que quedaba de ella.

Pero no podía correr. No estaba cansado, pero no veía escapatoria. Siempre me he quedado inmóvil en momentos decisivos: cuando niño una vez me atropelló un carrito de helados. El conductor estaba seguro que yo me apartaría, pero yo me petrifiqué en el asfalto. Veinte años después, sucedía lo mismo, pero dentro de un túnel de Metro oscuro y sin escapatoria.

Hasta que los bombillos amarillos de la proa del tren iluminaron la vía. Y pude ver, en un costado del túnel, una pequeña compuerta circular de submarino, apenas más ancha que mi cuerpo. Esta vez no me importó ensuciar mis manos, giré la llave de la bóveda, y me adentré en aquél túnel tan oscuro como el deseo de matar.

Tampoco me quedaba más remedio que seguir adelante. Además, este nuevo túnel tenía una escalera estilo alcantarilla. No necesariamente subía, más bien a veces sentía que bajaba o daba espirales inútiles. Pero no podía parar. Después de todo, si alguien había construido aquello, debía llegar a algún lado. Sólo que yo jamás imaginé a dónde llegaría.

Finalmente, mi cabeza tropezó con otra compuerta de submarino, y giré la llave. La luz me encegueció un momento. Al abrir mis ojos, dos elementos me dejaron frío: uno, el mar; y dos, una torre de rollos de papel higiénico de cuatro pisos de altura.

¿Qué demonios hacía una montaña de papel higiénico en medio de la nada?

Lo del mar fue fácil de adivinar. Me había arrastrado por aquel túnel hasta algún lugar del litoral central, digamos, por veinte kilómetros. Sin duda, un esfuerzo notable, pero tampoco una gran hazaña. Lo que me intrigaba enormemente era la montaña papel higiénico. Pero, como siempre, no sospeché inicialmente que se tratara de algo malo.

Salí del túnel, que simulaba una cañería, y exploré la zona. Debía estar aún en las faldas de el Ávila, porque el mar se veía aún abajo, aunque se encontraba a menos de un kilómetro. El edificio de papel higiénico estaba en medio de un claro de arbustos pequeños, de muchas ramas secas y suelo arenoso, imposible de atravesar sin la ayuda de un machete. No había nada más, ninguna salida que no fuera la falsa cañería por donde había llegado. Ni una tienda de campaña, ni un vigilante, ni una cantimplora que indujera que había estado allí un ser humano recientemente. Hasta que escuché abrirse la compuerta del túnel.

Poco a poco fueron saliendo decenas de niños de la falsa cañería. Eran niños de aspecto pobre, casi miserable, cuyas camisas parecían lonjas de queso holandés, llenas de agujeros. Arrastraban sacos de arpillera, pesados como si fueran sacos de papa, y los amontonaban frente a la torre. Todo esto, en el más profundo de los silencios. En pocos minutos, habían salido cien niños del túnel, y se habían puesto en formación frente a los sacos apilados. Entonces, uno de ellos gritó, y todos comenzaron a aplaudir, a cantar marchas militares, y a dar vivas por alguien que supuestamente los había salvado, aunque no se interesó en darles ropa nueva.

Fue espeluznante. Yo me había ocultado detrás del edificio de rollos, y ahora sentía que me estaba volviendo loco, con niños «verdes» acaparando papel higiénico en medio de la nada. Niños que utilizaban eufemismos como «Patria», «Felicidad» y el «Estado de Plenitud del Alma». Que declamaban versos endecasílabos como un cronista de los años cincuenta, obsesionado por alzar la voz y dar finales contundentes.

No tardaron mucho en descubrirme. Un niño que inspeccionaba la zona comenzó a gritar: «¡Saboteador!», y yo no tuve otra opción que escalar la montaña de papel, lanzando rollos a diestra y siniestra para despistar a mi perseguidores. Pero mientras pateaba la cara de uno de los niños, otros me halaban las zapatillas y el pantalón. Yo seguía por encima de ellos en el edificio pero estaba desesperado, y los niños gritaban y todas sus voces se mezclaban en una sola, en un tono agudo como el pito de una olla de presión. Porque de eso se trataba, de agua hirviendo a punto de quemarme.

Resignado, agarré un rollo de papel higiénico, y atiné a pegárselo en la cabeza a algún niño. No importaba cuál, sólo necesitaba hacerle daño a uno de mis agresores. Pero al bajar la vista, me encontré con el niño que me había robado el teléfono en el Metro. El chamito aquél con la camiseta de los Lakers color lila, y la carita feliz en el balón del logo.

¿Qué demonios hacía allí el ladronzuelo, atacándome con sus secuaces en medio de la nada?

No entendía nada, no encontraba una explicación lógica, mi cabeza daba vueltas, y lancé el rollo de papel a ninguna parte. Los niños seguían halando mis pies, y yo me resistía inútilmente. Hasta que por fin vi el interior de la torre de papel higiénico, y lo entendí todo. Los rollos de papel sólo eran la capa exterior de un enorme cubo de plástico, lleno hasta el tope de teléfonos inteligentes. En un segundo, pude reconocer Iphones, Samsungs, HTCs, y todos los modelos de gama alta de smartphones de los que tenía conocimiento. También vi que el tope del edificio estaba atiborrado de bidones de gasolina. Me convencí, por fin, de que no había escapatoria. Me dejé caer, y los niños me golpearon hasta perder el conocimiento.

Desperté hace cuatro minutos, pero fue como si no hubiera abierto mis ojos. O todo estaba oscuro, o me había quedado ciego. Traté de moverme pero mis manos y pies estaban atadas. Paralizado, pero esta vez no por mis temores. Sé donde estoy: la misma incertidumbre, olor a cloaca y calor. En cualquier momento vendrá el tren. Lo sabré primero por el sonido, parecido a una silla que es arrastrada por el piso. El suelo vibrará como una licuadora cuando es encendida, y mi estómago será el jugo de lechosa dando vueltas en el interior de la taza. Veré los dos bombillos de la proa acercarse, si no estoy ciego, y pensaré en el juego de béisbol de mi antiguo teléfono inteligente, para intentar adelantar el tiempo artificialmente. En mi pose de superioridad moral no me arrepentiré de nada, porque siempre debí saber que nunca hubo escapatoria.

Ya ustedes saben lo que he visto. Ahora corran.

06 octubre 2013

El post del miedo

Hace más de dos meses que no escribo. Me da miedo. Este es un post sobre el miedo. Cuando abrí este blog hace cinco años, lo hice con esa intención. Y por la culpa. Esa culpa que solia comprometerme a hacer cosas que realmente no queria. Y la consiguiente autoflagelación por sentirme culpable de mi incomodidad durante el compromiso. Entonces tuve miedo a la culpa.

Ahora pienso que escribí mi libro pensando más en convertirme en un rock star que en mí mismo. Ya sabes, ganar seguidores en Twitter y Blogger, que por fin me publicara un portal de narrativa venezolana, sentirme más escritor porque había publicado a una edad temprana. El libro tiene cinco cuentos que me gustan, sí, pero los demás son relleno. Y los que me gustan, ahora los reescribiría por completo. Los haría menos estándar, más fluidos.

Eso me hizo sentir culpable por un tiempo.

Ahora, por fin, pienso en hacer otro libro. Tengo algunos cuentos ya listos, pero otros que ni siquiera he podido iniciar. Están allí, me sé la historia, pero no puedo presionar la mayúscula inicial, como si una voz de ultratumba me dijera juega béisbol en tu teléfono en lugar de escribir, y yo le creyera totalmente.

Este es un post de miedo. ¿Viste?

16 agosto 2013

Aguacate

El otro día vi a un tipo calvo con exagerado pelo en el pecho. Me hizo recordar a los turistas venezolanos que comen mango en Alemania, y piden guasacaca en Buenos Aires.
Últimamente, me he vuelto adicto al aguacate. Un señor los vende al lado de mi casa a precios ridículos, y tan maduros que sientes la pepa (semilla) rebotar en su interior.
Al aguacate se le llama «palta» en Lima. Lo bueno de Lima, es que la gente no tiene muchos complejos para comer algunos alimentos «poco glamorosos», como la panza o el pulmón. En Venezuela, el aguacate es un ingrediente popular pero costoso.
Cuando era pequeño, mi mamá tenía una mata de aguacate. En esa misma casa, algunos primos y yo (incluyendo chicas) hicimos un striptease en el baño de mis padres. Yo tendría menos de ocho años y sólo recuerdo algunas imágenes, pero estoy seguro de que pasó, aunque ellos lo nieguen.
¿Te imaginas si aquel día desayunamos aguacate?
Una amiga de Susana dijo que comer tanto aguacate no es bueno. Pero los médicos dicen que el aguacate es «colesterol bueno». Yo creo que aguacate me da gases, aunque no estoy muy seguro.
Una vez le dije a una chama: «Quiero que seas feliz». Pero yo no quería que fuera feliz sola ni con otro, sino conmigo. Y si no era conmigo, entonces dolía. Dolía tanto que era mejor rogar, para estar seguro de que esa era su elección.
Ese era el cate. El cate de mi corazón.

12 agosto 2013

Los choros se acuestan temprano

Me atracaron hace un mes, y entré en una etapa de «me iría demasiado». Yo entiendo el nacionalismo como un complejo de inferioridad para tratar de convencernos de que la región donde vivimos en genial, o que por lo menos tiene algunas cosas por encima del promedio.
Amo el lugar donde vivo por tres razones básicas: 1) nunca hace mucho frío, pero puedo dormir durante todo el año sin aire acondicionado, 2) llego al trabajo en quince minutos sin utilizar automóvil y 3) tengo panadería, licorería, cafetería, bar y supermercado a una cuadra.
¿Estaría demás decir que esto es un privilegio en Caracas?
Sin embargo, la panadería ya no cierra a las 10:00 pm sino a las 08:00 pm, debido a la inseguridad. A las 07:00 pm fue la hora en que me atracaron cerca de casa, camino al gym. Desde entonces, voy y regreso en carro, pero el vigilante del edificio me contó que ya han atracado a dos carros alrededor de las 08:30 pm en la entrada del estacionamiento. Me dijo: «Esta zona está Federica», una jerga que asumí significa zona roja.
Hay contradicciones. Primero, por la nueva ley del trabajo, uno de los supermercados adonde iba entrada la noche ya no cierra a las 12:00 am sino a las 09:00 pm. Pero, por el otro lado, me enteré de que la rumba se «prende» a las 02:00 am en Sawu, una concurrida disco en Las Mercedes. Incluso yo me siento más seguro llegando a casa a la medianoche en lugar de las 08:00 pm, porque es cuando la calle está desierta: cuando hay más movimiento los ladrones hacen su agosto, porque ningún transeúnte interviene para impedir un atraco.
Considerando que mi país es una tierra sin ley, no vale la pena quedarse encerrado. No vale la pena no disfrutar platos deliciosos de restaurantes, ni dejar de beber cócteles en bares o discos, si en cualquier momento pueden pegarte un tiro, y allí terminó todo.
Es un pensamiento mediocre, lo sé. Pero estamos tan acostumbrados a la mediocridad.

21 julio 2013

Me casé con una Zelda Fitzgerald

Él no supo en qué momento ella se convirtió en una Zelda Fitzgerald psicótica. Debió suponerlo cuando le botó la contraseña de su blog, que él tanto celaba. Nuestro héroe soñaba con ser escritor, y se esmeraba no sólo «puliendo» sus textos, sino también revisando diseños web que facilitaran la lectura, y técnicas recomendadas por especialistas para atraer más seguidores.
Luego ella se convirtió en una vegetariana ortodoxa. Le mostró videos donde degollaban gallinas, y le prohibió las papitas fritas de bolsas congeladas, por ser «colesterol manufacturado». Él pensó que sería difícil sobrevivir sin el pollo agridulce y las costillas de cerdo de su restaurante chino favorito, pero en la siguiente visita al local sólo pudo comer Chop Suey, un terrible cóctel de vegetales de segunda mano que siempre aborreció.
Me explico: nuestro héroe no era un esposo abnegado y sufrido, sino un pseudo-escritor que trababa de no perder su matrimonio. Ellos se habían casado en el registro civil, sin cursos pre-matrimoniales ni fiesta de costosa preparación, lo que él calificó orgullosamente como una boda «desenrollada» y «bohemia». Pero cinco años después, cuando ella le preguntó:
¿Sabes que en los cursos pre-matrimoniales los novios acuerdan en dónde vivirán, y si tendrán hijos?
él tampoco capturó el argumento oculto. Quizás, porque nuestro héroe aún procesaba el atraco sufrido noches atrás, cuando un par de ladrones le pidieron el celular, y él no quiso recibir un par puñaladas. Sin embargo, no le pareció tan malo haber sufrido el atraco. Su esposa le había armado varios líos por culpa del celular, el cual sentía la estaba «desplazando».
Nuestro héroe pensó que tal vez las cosas serían distintas en otro país. Sin duda, no había leído «La insoportable levedad del ser».
Pero sin blog, carne roja ni celular, pensó que podían ser felices. Él sería todo para ella, y todo sería como el principio. Hasta que un día despertó de una siesta, y ella estaba frente a él, cuchillo en mano, engalanada con un vestido boda, y le dijo con tono amenazante, casi demoníaco:
Dame el sí de una buena vez, maldito
Y esta vez él prefirió recibir el par de puñaladas.

23 junio 2013

El portal del refugio

Candy descubrió un portal secreto en la azotea del refugio. Sucedió una noche cuando tuvo que salir de su cama para «dar un paseo». Algunas noches, el tipo que traía el azúcar y harina venía a la colchoneta donde dormían Candy y su madre, y ésta le decía:
Vaya a dar un paseo
Y Candy salía a matar cucarachas en el patio del refugio. Candy detestaba el olor de las cucarachas. Suponía que era provocado por su líquido amarillento, que Candy llamaba «juguito». Ella nunca había sentido ese olor tan nefasto, hasta que un día aplastó a una en el patio del refugio y se la llevó a la nariz. Desde aquel momento, Candy estaría convencida de que el olor del camión de basura provenía de cucarachas aplastadas, y no de alimentos podridos, como le explicaba su madre.
Porque, realmente, Candy no le prestaba mucha atención a su madre. Su decepción comenzó justo tres años antes, cuando llegaron al refugio. Candy trajo cuatro o cinco muñecas que lograron sobrevivir a las inundaciones de su antiguo hogar. Eran delgadas, rubias y de cabello frondoso, estilo Barbie de los ochenta. Pero alguna bacteria que probablemente contrajeron durante la tragedia, pusieron sus cabellos verdes y babosos, como musgo o moho. El cabello de las muñecas terminó cayéndose, y para tapar su calvicie, Candy deshizo un vestido suyo para armarles sombreros y pañoletas vintage. Entonces su madre, al ver a las Barbies con aquel look canceroso, reprendió a Candy por su mal gusto, y botó a todas las muñecas.
Candy también pensaba que su madre tenía mal gusto. Su madre se acostaba con el señor que traía el azúcar y la harina, un tipo que siempre hedía a cigarro. Entre los olores que Candy prefería estaban: el lavanda, la grama recién cortada y el olor a café. Pero también tenía otras aficiones: escupir en la vacinilla luego de orinar, escuchar el murmullo de la quebrada que pasaba por debajo del refugio y, por supuesto, matar cucarachas.
En esa última actividad se encontraba aquella noche cuando descubrió el portal secreto. Comenzó a perseguir a una cucaracha que subió por la pared, pero no logró alcanzarla con la suela de su zapato. Se encaramó entonces en la escalera de emergencia, y emprendió el ascenso vertical hacia la azotea.
Aquel edificio que Candy escalaba, había sido un canal de televisión. Vendido a una empresa manufacturera, fue utilizado entonces como almacén. Pero incluso después de su expropiación, nadie quiso quitar la inmensa antena parabólica que había en la azotea de aquel edificio, un monstruo blanco e inservible, heredado de los tiempos del canal.
Hasta su base llegó Candy cuando subió a la azotea. Era de noche, y por alguna razón inexplicable, se podían ver muchas estrellas. La base de la antena era una gran columna cilíndrica que necesitaba siete Candys con los brazos extendidos para rodearla. Aún así, Candy abrazó la estructura fría y, al abrir los ojos, vio a la cucaracha a  escasos centímetros de su nariz.
Sin pensarlo dos veces, Candy aplastó la cucaracha con su mano, pero el «juguito» del insecto lo dejó adherido a la superficie de la columna. Entonces, Candy pudo respirar su olor, que ―para su sorpresa― no era el aroma de la basura, sino de lavanda, una de sus flores favoritas.
Candy quiso llorar de tristeza. ¿Cómo era posible que la cucaracha oliera a lavanda? Ella no las aplastara si todas olieran así. Se sintió miserable, basura. Si alguien se parecía realmente a un camión de basura, ésa era Candy.
Quiso entonces huir de la escena del crimen, y bajó las escaleras como si se dejara llevar por la aceleración de la gravedad. Pero al llegar al patio, el suelo ya no era de cemento, sino de grama recién cortada. Y, por si fuera poco, la quebrada ―antes subterránea― corría ahora entre piedras mohosas. Candy no podía creer lo que estaba viendo. Aterrada por el brusco cambio, corrió hacia la puerta trasera del refugio. Pero al entrar en él, las cosas adentro también estaban algo diferentes.
El antiguo estudio de televisión ya no era una vecindad de damnificados. Candy lo supo por el piso pulcro, las paredes blancas y el intenso olor a flúor. Había aire acondicionado, y letreros que señalaban hacia distintas secciones: «Rayos X», «Observación», «Emergencias». A un lado, junto a la pared, una fila larguísima de camas eran atendidas por muchas mujeres de traje y gorro blanco.
¡Candy!
La niña volteó, y no creyó lo que veía. Su madre la llamaba, pero ella también estaba vestida de aquel traje y gorro blanco. Su madre le preguntó qué hace aquí, es muy tarde, por favor agarre la bici y vaya a la casa ya mismo. Candy quiso llorar, pero no sabía si por el regaño, o por tener una bici y una mamá que fuera enfermera. Su madre debió asumir lo primero, porque al verla llorar, le dio un beso en la frente, y le dijo con ternura:
Mañana damos un paseo
Y Candy salió disparada a la salida del hospital. Vio su bici recostada en una fuente, que tenía la forma de su antigua vacinilla, pero no le provocó tirarle un escupitajo. Se montó en la bici. Al lado del hospital, estaba ahora construido un mini supermercado. De éste, Candy vio saliendo a un hombre con harina y azúcar dentro de bolsas de plástico. No parecía llevar cigarros, sólo un vaso de café cuyo aroma era fuerte; sin duda, un expresso.
¿Acaso se estaba volviendo loca? ¿O todo eso que ahora veía era de verdad? Y, peor aún, si lo era, ¿alguna vez volvería a su antigua realidad? Para nada lo deseaba en ese momento. Candy adoraba esta nueva y maravillosa vida, aunque fuera un sueño.
En eso pensaba Candy cuando vio a lo lejos a un hombre en silla de ruedas. La calle estaba sola y, al principio, Candy sintió al hombre como una amenaza. Era calvo, moreno, gordo (más bien hinchado), y llevaba puesto unos anteojos de sol redondos. No estaba sucio, pero la manta beige que lo arropaba le daba un look harapiento, a pesar del suero intravenoso que colgaba de un perchero oxidado. Todo esto, en una acera de una calle solitaria una noche cualquiera.
Candy se detuvo. De cerca, aquel hombre daba muchísima lástima. Parecía haber sido alguien importante, de esos que dicen algo y todos temen, pero no logró ubicarlo en su memoria. Le acomodó la manguerita que lo ayudaba a respirar, a pesar de su gran nariz, y le ajustó el gotero del suero intravenoso.
Esa noche, cuando Candy regresó al hospital empujando al señor de la silla de ruedas, esperaba que su madre le armara un gran lío. Pero a todo el mundo en el hospital le pareció adorable que Candy utilizara su propia chaqueta para taparle la calva al señor de la silla de ruedas. En recompensa, su madre la dejó dormir en una de las camas vacías del hospital, porque ya era muy tarde para ir a casa.
Y, antes de dormirse, Candy deseó con todas sus fuerzas que aquella vida no fuera un sueño.

04 junio 2013

Consulta médica

Mi esposa me obligó ir al médico. Le dije que me dolía un poco el pecho, y se alarmó. A veces no sé si estudia o duerme. O si estudia dormida. En fin, un tipo que ella conocía murió de una bronquitis, y eso la deprimió. El chamo no se curó bien de una gripe, y unos meses después cayó en terapia intensiva. Así como así.
Yo también me curé mal de una gripe. Hace un mes me resfrié, pero esa misma noche me quedé bebiendo ron con los amigos. Y, al día siguiente, pensé que podía curarme jugando fútbol bajo un sol inmamable. Y por un momento, me sentí bien. Por eso fui a la feria del libro a saludar a un amigo, pero después de estar un rato de pié, sentí que mis piernas estaban enyesadas. Esa noche me dio fiebre, y decidí tomar antigripales como cubas libres de Santa Teresa Linaje.
Por eso, cuando escuché la historia fatídica de Susana, no pude evitar sentir miedito. Cague, pues. Y pensé en los cuentos que tengo en mente pero no he escrito, en la fockin novela, en los títeres que vi en El Hatillo y me muero por comprar.
Por eso también fui al médico, lo admito.

03 junio 2013

Morquídea

La flor tenía una crisis de identidad. Susana le preguntó:
¿Quién eres?
Pero la planta cerró sus espigas y se encogió. Susana consultó varios libros y revistas de su biblioteca, pero no llegó a un consenso en cuanto al nombre. Algunos la llamaban «riki-riki»; otros «chupa-chupa»; uno más genérico, «flor de la montaña». Típico de una flor silvestre sin valor.
Susana la encontró junto a una pequeña lagartija muerta en la subida del cerro Las Tres Cruces. La flor consistía en unas hojas verdes, largas y delgadas como de palma, por cuyo centro salía una protuberancia roja, brillante y lisa. Dentro de la protuberancia se asomaba una espiga amarilla, y las semillas que portaba fueron las que tomó Susana para sembrarla en su jardín.
En tan sólo días crecieron las palmas verdes. Pero por más que Susana le echaba agua, no terminaba de aparecer la flor. Pasaron semanas y nada. Susana se sentía contrariada: unas hojas de palma verde en el jardín eran puro monte. ¿Acaso que no la había sembrado bien?
Todas las demás flores de su jardín estaban relucientes: las margaritas, amarillas y brillantes; los lirios, blancos y espigados; e incluso las complicadas rosas, debidamente cortadas y rectas.
Pero sin duda, la favorita era la orquídea. Susana la heredó de su abuela, quien era un desastre con las matas, pero con la orquídea había tenido cierta «conexión». Eso dijo una vez la abuela, cuando comentó su primer encuentro con la flor. Ella subía el cerro Las Tres Cruces, y encontró la orquídea aferrada a una rama recién desprendida de un árbol. La abuela pensaba en aquel momento que las orquídeas eran plantas parasitarias, es decir, que se alimentaban de la savia de los árboles. Y pensó que, al estar aferrada a un rama desprendida, la flor eventualmente iba a morir. Por eso, la llevó a su casa y la instaló en el apamate del patio, pero al poco tiempo el apamate fue devorado por los bachachos. Para sorpresa de la abuela ―y también de Susana― la orquídea siguió viva, incluso aferrada a la madera sintética donde se encontraba ahora en el jardín de Susana.
Finalmente, la planta sin nombre floreció. Y era hermosa. La protuberancia roja creció con distintos niveles, como si fueran burbujas de jabón, y la espiga amarilla estaba alta, soberbia. En la tierra, junto al tallo, una pequeña largatija muerta levantó la suspicacia de Susana: quizás estaba frente a una planta que se alimentaba de pequeños animales en descomposición. Un zamuro en versión flor. ¿O habría sido pura casualidad?
Para salir de dudas, Susana colocó la flor sin nombre dentro de la casa. Susana vivía sola, y a pesar de que mantenía un jardín impecable, no se podía decir lo mismo del interior de su casa, el cual era una verdadera pocilga.
No pasaron muchos meses para que ratones, cucarachas y hasta moscas aparecieran muertas en el macetero de la planta sin nombre. Era increíble su capacidad de aniquilación. Susana estaba abrumada. Por una parte, le daba temor que semejante ser vivo cometiera tan terribles pecados en la sala de su casa, pero también se sentía agradecida de que la planta hubiera eliminado a todas esas alimañas. De hecho, se sentía tan agradecida, que decidió limpiar toda la casa: fregó los platos, restregó el piso, pintó las paredes. La casa de Susana quedó como nueva, como cuando la abuela vivía allí, antes que fumigaran contra los bachacos en contra de su voluntad. Para compensar, y en memoria de la flor favorita de su abuela, Susana decidió ponerle un nombre significativo a la planta sin identidad. La llamó: «Morquídea».
La interrogante era: ¿cómo mataba Morquídea? Una planta no podía moverse ni tenía extremidades. Claro que Susana sabía que algunas plantas se alargaban buscando el sol, pero ese crecimiento tomaba días o semanas. De hecho, también Morquídea había crecido buscando el sol: su espiga se había alargado en espiral hacia el techo, lo que la hacía mucho más atractiva visualmente. Por eso Susana no quiso sacarla al jardín, el cual había descuidado durante los últimos meses. Las margaritas se habían vuelto marrones, los lirios estaban desparramados en el suelo, y de las rosas sólo quedaban las espinas. Ni hablar de la orquídea. La pobre tenía el aspecto de una mitad de manzana abandonada en el cubo de la basura.
Sin embargo, a Susana no le importó. Tenía la casa pulcra, y la vibrante Morquídea deslumbraba en el centro de la sala. ¿Qué importancia tenía cómo mataba? Quizás producía un olor imperceptible al ser humano que atraía a la presa, y luego aquellas se envenenaban al morderla. ¿Quién podía saber?
Pero una noche lo supo todo.
Susana soñaba con bachacos. Los bachacos llegaban a su cama y se llevaban a la abuela. Mejor dicho, los bachacos cargaban a la abuela como si fuera una migaja de pan abandonada en el suelo. Susana vio a la abuela dormida o muerta, inerte, deslizándose sobre los bachacos. Los insectos también se llevaban el apamate, la orquídea, los muebles. Se llevaban todo menos a ella, a Susana. Entonces, Susana quiso levantarse pero no se pudo mover. Y como no pudo levantarse, quiso gritar. Pero tampoco pudo gritar porque no tenía voz. Susana podía abrir la boca, pero no emitir sonido alguno. Era espeluznante. Los vellos de sus brazos se erizaron, su pulso se aceleró, dinimutas lágrimas se asomaron en el borde de sus ojos. Susana sintió un escalofrío justo antes de que presionaran su garganta. Algo le apretó el cuello, y ella sólo podía mirar al techo, sin moverse.
Despertó, y fue cuando vio a la espiga amarilla que trenzaba su garganta, aprentándola cada segundo más. La espiga amarilla de Morquídea, que había crecido sin límites. La planta maldita estaba en la sala, pero la espiga era tan larga que alcanzaba el lecho de Susana, lo suficiente para dar varias vueltas en su fino cuello, y ahogarlo como una serpiente que asfixia a su presa.
Pronto, Susana ya no pudo oír ni ver. Y se arrepintió tanto de haber fumigado contra los bachacos.

29 mayo 2013

Fuga de divisas

Todos los mediodías, un Santa Clause aparece en la azotea de un edificio del bulervar de Sabana Grande. Es moreno, pequeño y de brazos fuertes. El edificio tiene tres pisos, y sus ventanas y puertas exteriores han sido selladas con bloques, sin frisar. El Santa aparece de detrás de un tanque de agua, se apoya en un zócalo al borde del abismo, y saluda a la audiencia en la calle con su mano enguantada. Luego, ajusta su bolsa de fieltro verde en la espalda, camina con parsimonia hasta una chimenea de ladrillos, y desaparece exclamando:
Jo-jo-jo
Lo que nadie sabe, es que dentro del edificio sin puertas ni ventanas, funciona una fábrica de franelas estampadas llevada por cuarenta Guardias Nacionales adictos a la causa limeña. Pero eso no es lo más loco del asunto.
El edificio estuvo abandonados por varios años, hasta que lo compró un peruano por unas cuantas monedas. El tipo vino de un pueblo que nadie conoce, y que termina en «bamba», en la sierra peruana. Vino sin un real, atravesando el río Meta en un bote lleno de inmigrantes a quienes le dieron unas cédulas falsas, y les dijeron:
Apréndanse esos números, porque la Guardia viene en unos minutos y se los va a preguntar.
¿Y cómo iba a aprendérselos si era de noche, no había luna, y estaba en un bote clandestino atravesándo el río Meta? Salir vivo de esa situación era prácticamente imposible.
Apenas llegó a Caracas, los amigos de sus antiguos vecinos le dieron una colchoneta, y lo ayudaron a adaptarse. Públicamente, se llamaban «primos». Sus «primos» le dieron trabajo para que atendiera un puesto de buhoneros en la Baralt, y él trabajó sin descanso. No tuvo feriados, vacaciones ni los «lujitos» que se daban sus primos, los cuales iban desde polladas alcohólicas que se extendían más allá del fin de semana, hasta relojes de marca y viajes a Margarita.
Pronto, sus años de sacrificio se vieron compensados cuando pudo montar su propia tienda en el mercado de El Cementerio. A partir de allí, conseguir dinero le fue más fácil. Lo difícil fue separarse de sus primos bebedores, de los aduladores chupacabras y los falsos prestamistas. Sin embargo, un duro año a finales de los noventa le devino en un mar de deudas, al no poder vender la bisutería comprada meses antes a crédito.
Por eso, nuestro héroe se convenció de que era la producción ―y no el retail― la oportunidad de crecer como empresario. Por eso montó la fábrica de franelas estampadas clandestina en Sabana Grande. Compró un edificio abandonado frente a lo que ahora es City Market, y le tapó las puertas y ventanas con bloques de ladrillos, sin frisar.
Pero eso no es lo loco del asunto.
Nadie sabe que un túnel subterráneo comunica la fábrica de Sabana Grande con un pueblo que termina en «bamba», en la sierra de Perú, donde compró unos terrenos agrícolas. Eso significa que es el túnes más largo del planeta, con más de tres mil kilómetros de longitud, y que corre a cien metros debajo del suelo. Un récord Guinness, si tan sólo no fuera secreto. El trayecto tarda en realizarse en tres días, en unos vagones sobre rieles arrastrados por ciento ochenta llamas que nunca han visto la luz del sol.
Evidentemente, la fábrica de franelas es sólo una fachada para los curiosos. El túnel es utilizado para traer a Caracas algodón, papas amarillas y limones que siembra en sus terranos peruanos, y que en Venezuela se venden a treinta veces su valor original. También se traen causas limeñas para los cuarenta Guadias Nacionales que laboran en la fábrica de mentiras.
¿Y para qué es el Santa Clause? ¿Por qué hay una chimenea de ladrillos en una ciudad tropical como Caracas? ¿Y por qué Santa aparece justo al mediodía, cuando el sol y el calor son insoportables, con ese traje de invierno que debe achicharrar las entrañas del pobre hombre disfrazado?
Sencillamente, porque a las personas les parece «simpático», «folclórico». Incluso, una señora me dijo una vez que significaba «un mensaje de alegría y unión para los venezolanos». Nadie parece sospechar que varias empresas fantasmas se han aliado con nuestro héroe, y lo que lleva Santa en la bolsa no son más que divisas que se fugan, para invertirse en paraísos fiscales.
Pero Santa lleva algo más en la bolsa, aunque nadie tiene certeza.
Se dice que son tanques de oxígeno y linternas, que nuestro héroe lleva hasta a una salida ultrasecreta del túnel hacia el río Meta. Las lleva justo al lugar por donde cruzó el bote aquella noche que entraba al país. Al no ver los números de la cédula, nuestro héroe debió lanzarse al agua para salvar su vida, entregándose a los caimanes y las pirañas.
Dicen que busca quién o qué lo salvó, aunque nadie tiene certeza.

22 mayo 2013

El mal de Montano, de Vila-Matas

«Aquí», ha dicho el taxista, «no hay nada hoy en día, pero en otros tiempos, cuando yo era joven, esto estaba lleno de viñedos arrancados a la difícil tierra volcánica, se hacía vino de Pico. Y había, cuando la vendimia, fiestas, muchas fiestas.» Se veían, a un lado y otro de la sombría carretera, las ruinas de las antiguas mansiones señoriales de las familias de Faial que se habían enriquecido haciendo vino en la tierra de lava de su isla vecina. De esas grandes villas de antaño, donde se daban aquellas fiestas durante la vendimia, sólo quedaban cuatro piedras y la nostalgia profunda del taxista, que de vez en cuando, con plomiza y melancónica insistencia, puntuando su campechano monólogo, decía en un portugués muy cerrado, de fuerte acento azoriano:
Festas, muitas festas.
Nostalgia plomiza de los antiguos días de esplendor, en un tono campechano de lo más horrible.
Festas, muitas festas.
A la quinta vez que lo ha dicho, he comenzado a entrar en trance y a tener cierta hiperactividad cerebral. Entre muchas cosas, me he acordado que yo debía estar siempore alerta contra el mal de Montano de la literatura. [..] El taxista sólo parecía embotado  en el recuerdo de alguna pobre y desgraciada novia qe había tenido en la época de la vendimia, [..] ha terminado sacándome de quicio.
Festas, muitas festas.
No me gustan nada las personas campechanas. Si de ellas dependiera, la literatura ya había desaparecido de la faz de la tierra. Sin embargo, las personas «normales» son muy apreciadas en todas partes. Todos los asesinos son, para sus vecinos, tal como se ve siempre en la televisión, personas campechanas y normales. Las personas normales cómplices del mal de Montano de la literatura. Eso he pensado este mediodía en el taxi de Pico, mientras me acordaba de una frase que Zelda solía  decirle a su marido, a Scott Fitzgerald: «Nadie más que nosotros tiene derecho a vivir, y ellos, los hijos de puta, están destruyendo nuestro mundo.»

Enrique Vila-Matas. El mal de Montano (Editorial Anagrama)

12 mayo 2013

No sé si trabaja allí o vino para atormentarme

Esta semana me conseguí en el ascensor de la oficina al cuñado de mi última ex. Dudamos en saludarnos, pero al final tuvimos un forzado momento cordial, con sonrisa incluida. En realidad, nunca tuve nada contra él. Me recibió con hospitalidad en su casa, y hasta una vez fue a comprar acetaminofén porque mi fiebre no bajaba. Mi ex vivía en aquel tiempo con su cuñado, y para bajar la fiebre ella me sugirió que tomara un baño de agua fría.

Fue la peor experiencia que he tenido en mi vida.

Mi ritmo cardíaco aumentó impulsivamente, tanto que creí que me iba a dar un infarto. Los latidos rebotaban en mi cuello, me ahogaban, pero yo seguí bajo el agua fría esperando el momento en que se normalizara todo, el cual nunca llegó. Eso, y la biblia abierta en la mesa de comedor, fueron las cosas que más me asustaron de aquella casa.

Hace poco viví un pánico similar en Chirere. Me adentré solo y pasado de tragos a la playa, y eventualmente las olas no me dejaron estabilizarme. La fuerte resaca del mar me haló con fuerza. Por un momento, pensé que me iba ahogar como un idiota en Chirere, pero jamás pensé en el fastidio que le causaría a mis amigos de cargar un cadáver durante dos horas hasta Caracas. Al final, aproveché el impulso de las olas, para darme cuenta de que estaba prácticamente en la orilla, como Kiko en aquella piscina de Acapulco.

Ayer le pregunté a Susana si yo era un borracho. Me dijo que más que ella no. Eso me tranquilizó, aunque no lo creas.

Al día siguiente me volví a encontrar con mi exconcuñado en el comedor, pero su trato fue más frío. Me dio la espalda en la escalera mecánica, cuando en condiciones ideales uno voltea para conversar. Realmente, no lo culpo, se suponía que no debíamos vernos más nunca en la vida.

Susana comenzó un postgrado y ahora se la pasa estudiando, eso me da más tiempo para leer. Terminé un agotador libro de Vila-Matas, y comencé unos de César Aira y Arnoldo Rosas, que me tienen enganchado. Mientras leía, mi madre ha llamado para contarme sus últimas experiencias de compras en supermercados. Es extraño, quienes me enseñaron a ser crítico con el sistema ahora son demasiado indulgentes. Pero supongo que todo el mundo debe creer en algo.

¿En qué creo yo?

En que la incertidumbre es como un baño de agua fría cuando tienes fiebre.

30 abril 2013

Restaurante chino en El Vigía

Salsa agridulce en un pote plástico transparente, de tapa color verde manzana brillante, forzado como el traje de superhéroe de Gohan. También hay con sal, en un recipiente más pequeño, mezclada con arroz para que la humedad no la vuelva grumos.

Estoy en El Vigía, Mérida, el estado andino por default en Venezuela. Pero El Vigía no es nada andino. Está más vinculado con los churrascos Santa Bárbara que con las arepas de harina de trigo, aun cuando las panaderías vendan pan de Tovar. El Vigía es de clima caliente, y desde la loma del hotel sólo se ve una llanura interminable.

Me hospedo en el Hotel Bari, un modesto y típico motel de carretera norteamericano convertido en algo más «familiar», «refinado» y «serio». Las habitaciones fueron remodeladas por algún tipo que siguió rigurosamente las recomendaciones de Beco o Bima: pared de papel tapiz wengué, al igual que el closet, y lavamanos estilo fuente romana. Pero al parecer se quedaron cortos con el presupuesto, porque el piso sigue siendo de granito, y el water es de típica decoración corporativa.

El Vigía es un pueblo feo y sin historia. Parece que fue una encrucijada entre San Carlos del Zulia, Mérida y Valera donde la gente comenzó a construir casas. Hasta el propio chico del almacén me dijo que allí «no había nada». Pero, eso sí, las personas han sido muy panas, y al caminar por las calles siento una falsa sensación de seguridad que me incomoda.

¿Qué aspira la gente de El Vigía? En el aeropuerto y en el hotel se fue la luz. Fui a una farmacia y el chico me dijo que la pasta dental estaba «agotadísima». Es notable que en un lugar sin superlativos, el único que se utilice sea para resaltar ausencia. Eso me recuerda a San Agustín. El tipo decía que el «mal» significaba «ausencia de Dios». Para mí, la «ausencia de Dios» es El Vigía.

Suena Marco Antonio Solís, una de sus pocas canciones moviditas. Todos los clientes que llegan quieren camarones, aunque yo encontré sólo uno en mi arroz. Veo la lámpara roja china sin bombillo, pero no me siento culpable de que Caracas consuma toda la energía eléctrica.

¿Sabías que el sábado antes del día de la Madre es cuando más se vende en Venezuela, superando cualquier día de Navidad? Eso puede hablar de lo matriarcales que somos, o de lo consumistas, o de nuestras falsas pasiones. O que dejamos todo siempre a última hora.

Yo no quiero pensar en explicaciones. No hoy. Sólo observo las diez servilletas apretadas en un vaso que debería ser de whisky, y el menú protegido con láminas de acetato, cual informe de séptimo grado. Apoyo mis codos en el mantel mostaza, mis ojos buscan hacer contacto visual con el mesonero. El mesonero que es tan criollo como la arepa de harina de trigo y el pan de Tovar, aunque trabaje en un restaurante chino de El Vigía.

22 abril 2013

Before ipod

La sala de la casa, la cerámica beige, el equipo de sonido con ecualizador metido en un cajón de imitación a madera. Era iluminado aquel lugar, la luz entraba por una puerta lateral y a través de las cortinas semitransparentes de la sala, sobre el equipo de sonido. Mi madre ponía la mesa de planchar allí, bajo el arco entre la sala y el comedor, abría las cortinas del comedor porque ésas sí eran oscuras, o si no, se ponía camino al pasillo que comunicaba a los cuartos. Mi madre siempre escuchaba música de la radio, en un Pioneer un poco más grande que el de Mafalda, y que también funcionaba con baterías. El radio reproducía y grababa sobre cassettes, y mi madre compraba muchos cassettes vírgenes para grabar música de la radio, de marca TDK o Sony FX. El método era muy simple: luego de escuchar la canción repetidas veces, se aprendía las notas iniciales, y al apenas escucharlas, presionaba el botón REC del Pioneer, que permitía grabar las canciones en el cassette. Lo que no recuerdo es por qué el grabador siempre estaba lejos de la mesa de planchar. Por eso, muchas canciones comenzaban en el tercer verso o la segunda estrofa, y terminaban con las primeras notas de la siguiente canción, o con la voz del locutor indicando el nombre o dictando una publicidad. Uno de las decepciones de mi infancia era que el cassette se acabara a mitad de una canción, porque cuando volvía a escucharlo luego me olvidaba de que la canción estaba incompleta, y el karaoke asistido se transformaba en capella. Mi madre entonces sacaba el cassette, y anotaba uno a uno los nombres de las canciones y los cantantes en el formato del estuche con su bella letra estilo Palmer. A veces, cuando mi madre no se sabía el nombre de la canción o del cantante (o de ambos) escribía la palabra o la frase más repetida como título del tema. Así mi madre descubrió a Arjona mucho antes de que se volviera famoso, o malo.

10 abril 2013

Dos sueños impúdicos

Sueño uno

Aparecemos en escena varios familiares y yo, estacionando un Chevrolet Corsa al borde de las escaleras de El Calvario, entrada la noche. Por supuesto, un choro aparece en escena. Mi primo pierde los papeles y grita como loco. Yo camino rápido hacia el carro, pero el choro me apunta con su pistola, grita: «quieto», y tuve que darle mi Galaxy S3.

Pasamos a otra escena, y aún estamos al borde del cerro El Calvario. Hay un pordiosero que atraca a un transeúnte. La pistola que usa es la misma que utilizó el choro para inutilizarme. El pordiosero dispara a quemarropa tres veces pero falla. Entonces, me doy cuenta que la pistola es falsa. Me abalanzo sobre el pordiosero, y le doy varias trompadas. En el trajín, el pordiosero deja caer un teléfono muy parecido al mío. Tomé rápidamente el celular, que asumí era el mío, y le di más trompadas al viejo, hasta matarlo.

Finalmente, aparezco en casa, me pongo la camisa y perfume, me veo en el espejo. Estoy bien. Agarro el teléfono y me doy cuenta de que es un Galaxy Ace, de mucho menor valor que mi S3 robado. Despierto.

Sueño dos

Estaba en mi habitación intentando tirar con mi esposa pero siempre entraba alguien: mi mamá e incluso mi sobrino de un año. En un momento en el que todos salieron del cuarto, eché llave y volé hasta la cama. adoptamos la posición del Misionero. Pero al intentar penetrar a Susana, ella tenía un pene y yo una vagina. Me lo metí en la boca, pero la sensación me disgustó. El pene de Susana no era común: el glande formaba parte de todo el cuerpo del pene, que era flácido y rosado. Desperté.

09 abril 2013

Una noche feliz

Salí de ver «Quartet» en Centro Plaza reconciliado con la vida. Es paradójico que un filme de protagonistas ancianos provoque eso. También el clima estaba delicioso. Mientras caminaba hacia el Celarg, pensé en ello. En cuánto extrañé este eterno verano, y el miedo que me da perderlo.

El Celarg cada vez me entusiasma menos. Hace un año quitaron la función de las 7 de la noche, y la librería (o lo que queda de ella) cierra a las 5. Entré a la Sala Experimental pero no entendí ninguna pintura. En el Celarg 3 presentaban «Ratcatcher». La sinopsis comenzaba con: «Ryan, un niño de 12 años, se ahoga durante una pelea con su vecino James...», y no seguí leyendo. Si ya venía reconciliado con la vida, ¿para qué amargarme con ficción? Más bien la ficción es lo que debe salvarnos.

Bajé por la Luis Roche hacia ningún lado. A un costado del Celarg, donde estaba La Tienda del Cine, noté que construían un bar. Sería lo máximo que lo terminaran. Compensaría el cierre de cafés como Tawa, Come a Casa y St. Honoré, aunque aún duele la desaparición de La Tienda del Cine; en otrora, el templo del séptimo arte en Caracas. La original estaba en el Teresa Carreño, pero la reemplazaron por un negocio de artesanía.

Mientras caminaba, a un lado una pareja hablaba y reía. Comunicarme y reír al mismo sólo puedo hacerlo borracho, a menos que me pase de copas, y se me trabe la lengua.

Llegué a la Librería Lugar Común, en la esquina de la Avenida Del Ávila y la Francisco de Miranda. Fue inaugurada hace varios meses, pero nunca quise entrar porque, al asomarme, veía adentro a escritores «reconocidos». Me da miedo unirme algún día a ese club, y ser como un candidato a la presidencia, que debe favores a todo el mundo.

Un viejo gordo y calvo entró a la librería. Buscaba un libro imposible y se autodenominó erudito. La librería es un lugar exquisito. Parece la casa de muñecas de un escritor. Tiene muebles y una gran ventana donde se ve todo desde afuera. Traen con frecuencia libros de Argentina y México, y los venden a precios astronómicos. Aún así, se agradece. Elegí libros de Juan Villoro, Antonio Tabucchi, César Aria y «Abril Rojo», de Santiago Roncagliolo, de quien había leído textos por Internet. Del resto, sólo referencias.

El chico de la caja fue muy amable. Cuando me preguntó la dirección, y le dije: «Campo Rico», me preguntó dónde quedaba eso. Nadie sabe donde queda Campo Rico. Es un lugar sin historia. Cuando me mudé para acá, quise volverme el cronista del lugar, pero sólo escuché tiros. Campo Rico no es un campo, sino un cerro lleno de casas sin friso y tanques azules que no pagan agua. Esa es la mejor crónica que puedo dar.

Compré cinco libros y gasté mil bolívares. Una barbaridad, pero no me arrepiento. Nada pudo arruinar una noche feliz.

01 abril 2013

Sobre comida venezolana

Ayer preparamos empanadas de cazón en la casa. Las empanadas venezolanas se hacen con harina de maiz, bien fritas, con la típica medialuna que tienen todas las empanadas del mundo.

El cazón lo obtuve a través de mi mamá, quien nos dio secretamente lo poco que sobró del Pastel de Chucho.

El Pastel de Chucho es un plato típico venezolano más subvalorado que el Asado Negro. Se trata de un pasticho de cazón y plátano frito sobre una base de tortilla con papa. El resultado es una mezcla de sabores dulces y salados muy alucinante.

Este fin también comí por primera vez Malasrabias. Es un dulce de plátano con toques de clavo que me recuerda al dulce de lechosa (papaya). De los dulces venezolanos, soy fan del desaparecido Bienmesabe, sustituido en los restaurantes venezolanos por Tortas Tres Leches y Marquesas de chocolate.

También me parece insólita la ausencia de Papelón con limón como bebida estelar, sobre todo en los restaurantes criollos. Sin embargo, el otro día fui a Il Grillo (fast food italiano), y el combo tenía descuento si lo pedías con papelón. ¿Qué bolas, no? Pero si vas a una arepera, te ofrecen Nestea o jugo de fresa.

Hoy pasé por La Guarandinga (fast food de comida criolla), y había quebrado. Hace unos meses comí allí el mejor Asado Negro en años. Pero volvimos unas semanas después, y la calidad había bajado.

¿Por qué la mediocridad nos la tomamos tan en serio? Cuando un extranjero viene al país, hay que rezarle a San Sumito para que algo tan simple como un Sancocho de gallina, una Cachapa con queso, o hasta una fucking Chicha de arroz esté buena, vayas donde vayas.

Por eso no hay nada como unas empanadas de cazón hechas en casa.

31 marzo 2013

El perdón y otros pecados

C. tiene diez años y no sabe por qué su familia se peleó hace cinco. No entiende pero tampoco pregunta. Le han dicho que no pregunte y él obecede. C. es tan obediente que pasa llave a las puertas de su casa todas las noches cuando se van a dormir. C. quizás piensa que la familia es una pequeña patria, y a veces se dividen, como las dos Corea. Pero tener dos familias que no se hablan (ni siquiera se mencionan) arrastra a una doble vida, a pensar todo antes de hablar. A una forma inocente de hipocresía.

Justo ayer mi padre me mostró unos retratos de un fotógrafo de la Sedunda Guerra Mundial, fallecido recientemente. En las fotos, se veían niños jugando en un cementerio o siendo atendidos por un sacerdote, luego de un bombardeo. Los hombres y las mujeres trabajan durante la guerra, pero los niños sólo sufren.

Si aceptamos que somos un ser social, ¿por que nos volvemos tan sectarios, con el tiempo?

Le dije a C. que tenía la esperanza de que las peleas se resolvieran en unos años. Él me dijo:《Yo también》. Pero yo ahora no estoy tan seguro. Yo estaba ebrio y al final le regalé una cajita feliz.

Es extraña nuestra capacidad de autoengañarnos. Subimos la cámara fotográfica para no enfocar la basura. Aunque quizás de eso se trate la 《patria》: de tomar decisiones fuertes a pesar de las duras consecuencias.

Pero es necesario estar atento a todas las verdades.

19 marzo 2013

Réquiem para Chávez

Casi nadie quiere morirse. Pero me perturba la idea de que Chávez haya manejado tan mal el tema de su propia muerte. Desapareció durante tres meses, y luego anunciaron su fallecimiento. Al contrario de Bolívar, no dejó una última proclama. Tampoco perdonó a sus oponentes. No invirtió sus bienes materiales, porque el petróleo estaba a más de cien dólares por barril.

Trato de pensar por qué Chávez participó en la contienda electoral de 2012 estando enfermo. No le veo sentido. Cualquier miembro del PSUV podía ganar con su apoyo, pero prefirió lanzarse él, postergando exámenes médicos mientras aseguraba que estaba sano.

Mucho menos tiene sentido que un tipo que estuvo al aire durante siete meses en catorce años, no hiciera ninguna aparición pública durante sus últimos tres meses de vida. El gobierno asegura que se mantuvo trabajando, como coartada perfecta para negar una falta absoluta.

Chávez deja un país militarizado, donde tipos con armas de guerra comen helados Freshberry dentro de centros comerciales. Un país lleno de subsidios a la población, desde la gasolina (prácticamente gratis), precios de alimentos controlados, y bonos a adolescentes embarazadas, hasta un férreo control cambiario que ha enriquecido a la nueva burguesía estatal, tanto como a la vieja. Nunca se combatió al latifundio, no existen nuevas empresas básicas, se importaron millones de netbooks hasta el 2012 diciendo que se producían en casa. Existe libertad de prensa, pero también vigilancia y hostigamiento político a los trabajadores públicos, quienes deben asistir a marchas del gobierno para evitar humillantes despidos, en los cuales son tratados como delincuentes comunes, al más puro estilo checo.

Durante un tiempo, pensé que Chávez realmente soñaba con la integración latinoamericana. Eventualmente,  entendí que sólo quiso un espacio del continente donde pudiera ejercer su influencia, y ganar reputación mundial. Por eso, nunca permitió el surgimiento de un liderazgo regional dentro del partido de gobierno, donde él fue la voz decisiva. Gobernó sin pensar en la alternabilidad democrática, y aprovechó la constitución para ejecutar leyes orgánicas desde el Poder Ejecutivo.

Las similitudes con el Gran Hermano de Orwell no son pocas: acusó de sabotaje las fallas en el suministro eléctrico y accidentes petrolero, según él, planeados por potencias extranjeras. También solía amenazar con el regreso de la "Cuarta República" (gobierno anterior al de Chávez) si no apoyaban su candidatura. Sus fotografías colapsaron empresas y oficinas públicas. Muchos de sus discursos, en lugar de amor, parecieron los famosos "dos minutos de odio" de la novela 1984. Ni hablar del desabastecimiento de productos básicos, sustituidos por versiones del "Café de La Victoria". Todo esto, aderezado con la promesa de un lugar mejor cuando acabara "La Guerra".

Chávez parecía indestructible. Yo estaba convencido de que gobernaría hasta más allá del 2019, en gran parte, por su gran poder evangelizador. El voto en Venezuela dejó de ser ideológico para volverse emocional. Eso hizo más fuerte a Chávez. No necesitó ser ponderado por la cantidad y calidad de sus obras, ni  presentar planes de gobierno, y mucho menos realizar debates electorales. Tuvo carta libre porque no había forma de que no tuviera razón.

“Algún filósofo dijo, no me acuerdo quién: la función debe continuar, con nuestros dolores, nuestros pesares y nuestros muertos”, mencionó Chávez en referencia a la tragedia de Amuay, el peor accidente petrolero de la historia venezolana, en agosto de 2012. Y lo dijo en plena campaña electoral, enfermo, y sabiendo que le quedaban pocos meses de vida. ¿Por qué no dio un paso atrás, y se fue a vivir esos últimos meses con su familia en Sabaneta? ¿Por qué nunca dijo la verdad?

Una cosa sí aprendimos de todo esto: Cuba no parece ser el lugar más apropiado para tratarse de cáncer, después de todo.

01 marzo 2013

Algo raro pasa en el condado de Sarría

Todos los sábados iba un señor para «Rancho Alegre». «Rancho Alegre» es un pequeño edificio donde viven niños sin padres, adoptados por un matrimonio. Tienen una pequeña cancha de básket y una pequeña biblioteca, que adoraba Timmy, el más chico pero de curiosidad insaciable. En el edificio hay varios cuartos, donde duermen los niños, quienes no superan la docena. Un señor iba todos los sábados y hacía una barbacoa, y los niños comían en un mesón de madera con cestas de pan. Pero, últimamente, se había interesado mucho por «apadrinar» a algunos chicos. «Apadrinar» significa compartir con el chico individualmente, ya sea llevándolo al cine, al parque de diversiones o al zoológico del otro condado. Esto incomodaba mucho a Tía Peg, la madre adoptiva de los chicos.

Un sábado, el señor buscó a Timmy muy temprano, y lo trajo entrada la noche. Durante los días siguientes, Timmy no quiso ir a la biblioteca. Entonces, Tía Peg le preguntó a Timmy qué había hecho con el señor el último sábado, pero Timmy aseguró que sólo habían ido a tomar leche a la taberna de Lucas.

¿Toda un día para tomar leche en la taberna de lucas? Tía Peg no estaba convencida. Por eso, decidió transmitirle su incomodidad al Tío Roger, el padre adoptivo de las criaturas.

Al Tío Roger también le pareció que la actividad había sido muy corta para ocupar toda la jornada. Él no se había dado cuenta de ese acontecimiento, naturalmente, porque estaba en la granja con los chicos mayores tirando el arado. Entonces, Roger decidió telefonear a Lucas, pero Lucas confirmó la versión del pequeño Timmy: el niño y el señor habían pasado todo el sábado tomando leche en la taberna.

¿Pero, entonces, por qué Timmy pasó los días siguientes al sábado sin ir a la biblioteca? Tía Peg insistió a Tío Roger, pero Tío Roger no quiso ahondar más en el asunto. Confiaba mucho en el tabernero Lucas. No tanto en el señor, pero sí en el tabernero Lucas.

Aunque Timmy insistió que el señor era un buen hombre, de divertidas historias y útiles consejos, Tía Peg fue con ellos el sábado siguiente a la taberna. En efecto, no hubo nada raro. El señor era un tipo gracioso, muy culto, que sabía de memoria historias fantásticas como la isla del tesoro, de Stevenson. Además, era respetuoso y amable. Tan amable, que se ofreció a llevar al baño al pequeño Timmy cuando a este le dieron ganas de hacer pipí. Pero después de veinte minutos, timmy regresó con un aspecto demacrado. El señor salió segundos después, subiéndose los pantalones, y comentando en voz muy alta que Timmy había vomitado toda la leche.

Aquella noche el pequeño Timmy lo confesó todo.

A esa misma hora, Tía Peg tomó su caballo y fue a todo galope a la casa del alguacil. Felizmente, las luces de la casa aún estaban encendidas. Tía Peg golpeó fuertemente la puerta, hasta que el alguacil abrió. Sin mediar palabras, Tía Peg comenzó a llorar. Mientras lloraba, balbuceó que su niño, el pequeño Timmy, había pasado lo peor, que en fin, era terrible. El alguacil le pidió que se calmara. Le ofreció café y una rosquilla. También quiso presentarle a Richard Clayton, su primo, designado hace poco alcalde de aquel condado, Sarría.

Tía Peg se puso blanca como la leche. Blanca y fría. Richard Clayton sonrió y le extendió la mano.

—Sí, nos conocemos, pero no había tenido oportunidad de presentarme como es debido.

Ya el alcalde no sale con Timmy. Ahora es la Tía Peg quien sale a cabalgar los sábados, cuando todos están dormidos. Timmy lo sabe. Por eso no vuelve a la biblioteca. Eso sí, nadie se mete con «Rancho Alegre», al menos.

22 febrero 2013

la culpa

dejé cantv sintiéndome miserable. el primer día en telefónica olvidé las culpas. lo confieso: no hay sentimiento más perturbador que la culpa, por eso no he matado a nadie. simplemente no estaba de acuerdo con la visión de la compañía. lo supe cuando lo preguntaron en una encuesta, y respondí que no. no se puede quedar bien con todo el mundo. por eso, hace unos años, cuando mi ex salió corriendo por el centro comercial, y yo sólo pude gritarle:

no te dejes joder por tu hermana

por unos meses me devoró la culpa. luego, entendí que aquello sólo era un deseo innecesario de quedar bien con ella, de no parecer un miserable ante los amigos comunes. deshacerme de mi pose hipócrita fue difícil, pero lo hice.

tampoco extraño cantv.

08 febrero 2013

esperando el impacto

todos esperaban los nuevos ascensores otis, menos aurelio, el ascensorista de sesenta y pico de años. los ascensores serían «inteligentes», ya que tendrían un novedoso sistema de captación del destino de los usuarios, que balancearía las cargas, optimizando su funcionamiento. aurelio se sentía en un avión con los motores defectuosos.

eso me lo contó marcos, cuando me lo conseguí en la plaza. marcos también tiene sesenta y pico de años. su esposa murió hace pocos meses de cáncer, y no tuvieron hijos. mentira, creo que tuvieron uno, pero después de cierta edad, los hijos parece que no existieran. marcos sobrevive. no le molesta cocinarse ni plancharse la camisa, lo que le fastidia hasta la vergüenza es tener que masturbarse a los sesenta y pico de años, porque ya viejo y sin plata, uno no puede conseguirse ni un carro chocado.

yo cumplo sesenta y dos mañana. y tengo tanto, tanto miedo...


31 enero 2013

Magallanes Campeón



Endy Chávez, Ezequiel Carrera, Erold y Elvis Andrus, el gran Panda Sandoval, Eliécer Alfonzo, Carlos Maldonado, Mario Lisson, al Toro Zambrano, Gustavo Chacín, Juan Rincón, Gabriel García, Jesús Merchán, Juan Rivera, José Altuve, Argenis Díaz, Andrés Eloy Blanco, Francisco Cervelli, Jesús Flores, Carlos E. Hernández.

Ha sido un equipo de estrellas.

¡Gracias!

¡Magallanes Campeón!

27 enero 2013

Sembrando Valores



VTV y Globovisión se unen por primera vez en quince años para colaborar en el proyecto educativo de televisión más ambicioso desde la era de María Castaña: Sembrando Valores.

La fantástica idea viene de la preocupación de la población venezolana ante la escalada de violencia en nuestras ciudades, ya que no tenemos a un Batman para salvarnos.

Todo comenzó con una reunión entre ambos sectores políticos del país, que el gobierno llamó «Junta Comunal por la Formación de Valores Bolivarianos», y la oposición catalogó como «Asamblea Ciudadana contra el Genocidio de Nuestros Vecinos», con el apoyo de la ONG «Salvemos Vidas», la cual se encarga de contar los muertos en la morgue de Bello Monte.

El programa tendrá un original formato de concursos, de niños entre 8 y 12 años, quienes tendrán que tomar decisiones ante hipotéticas situaciones cotidianas, donde pondrán a prueba sus valores familiares, y aprenderán las normas ejemplares de convivencia ciudadana.

Veamos un ejemplo del funcionamiento del programa.

Un niño de 10 años está en la casilla 1. El moderador le pregunta:

—Si ves una cartera masculina tirada en el suelo con mucho dinero en efectivo, ¿qué haces?
—Me quedo con ella —responde el niño de inmediato.
—¡Respuesta incorrecta! —el conductor amonesta verbalmente al infante—. ¡Tienes que revisar primero si en algunos de los bolsillos se encuentran los datos de contacto del dueño!

Aplausos. El niño pierde un turno. El conductor pone cara de decepción. Siguiente niño, una muchachita de 11 años:

—Esta es la situación, pequeña —el moderador se agacha, y sonríe a la cámara—: ves a unos chamitas y chamitos que golpean  a un perro sin piedad, les dan patadas en las cotillas, lo ahorcan con sus manos, están a punto de matarlo. Pero justo cuando le están aplanando el cráneo con un bate, aparecen dos feroces rottweiler (compañeros del perro golpeado) que vienen a acribillar a los niños, sin que estos se den por enterado. ¿Qué haces? ¿Les avisas a los niños, o dejas que los rottweiler los agarren desprevenidos y los desguacen?

La niña piensa varios segundos la respuesta. El moderador la apura diciendo «TIC-TOC, TIC-TOC», mientras mueve la cabeza de una lado al otro. El tiempo de televisión es muy valioso. Finalmente, la niña responde:

—Les aviso a las niñas y niños que vienen los perros.
—¡FANTÁSTICO! —el moderador brinca de la alegría—. ¡Avanzas dos casillas! Porque ya saben, niñas y niños, a pesar de los actos malévolos que comentan algunos seres humanos y humanas, todos tenemos derecho a otra oportunidad en la vida. ¡Quién sabe, quizás podremos mejorar como persona, y actuar mejor!

Aplausos eufóricos. Mensaje aleccionador del Ministerio del Poder Popular para la Educación y de la ONG «Salvemos Vidas».

Se estudia que Jimena Araya o Nelson Bustamante conduzcan el programa. O quizás ambos, por eso del equilibrio.

Todo sea por los niños.

26 enero 2013

Votar en el este del este


A Irene Sáez. Dondequiera que esté.


Otras elecciones donde la gente que se opone al gobierno respira un falso optimismo, a pesar de las últimas encuestas. A las dos de la mañana fue el primer «toque de diana». En todas las elecciones, la gente del partido de gobierno reproduce a todo volumen una marcha militar para despertar a sus militantes; le llaman así: toque de diana. Lo malo es que despiertan a todo el mundo, con el incomprensible pretexto de que «hay que votar temprano». También anoche, la gente que se opone al gobierno tocó cacerolas como forma de protesta. «Tocar cacerolas» consiste en sacar las ollas por la ventana y golpearlas con un cucharón, generando el mayor ruido posible a tus vecinos. Se realiza alrededor de las ocho de la noche, justo cuando muchas personas están cenando o viendo el partido de béisbol. Por supuesto, la gente que se opone al gobierno también piensa que «hay que votar temprano». Por eso, hacen colas en los centros de votación desde la madrugada, aun cuando estos no abren sino hasta las siete de la mañana. Llevan mesas de dominó, cervezas, reproducen música desde sus autos, alegres a pesar de las últimas encuestas. Porque siempre hay una posibilidad, dicen, una cuenta que sacó algún estadístico de la Universidad Simón Bolívar o que presentó Jaime Bayly desde Miami. Desde ese momento, desde la propia madrugada, las dos frases que más se escuchan en todos los medios de comunicación (públicos y privados) son: «Fiesta democrática» y «Ganó Venezuela».

Yo no vine a votar temprano. Me quedé jugando Fifa 2010 en Playstation 3 con mi amigo de toda la vida, y cuando él se fue en la madrugada al centro de votación, yo me quedé despierto para ver el Gran Premio de Japón de Fórmula 1. Me levanté a las 9:00 a.m., y en seguida sintonicé las noticias: no aguanté ni diez minutos de eufemismos. Apagué el televisor, me preparé una arepa, y salí a votar.

En Venezuela votar es un derecho y no un deber, pero las elecciones son un espectáculo que no pasa de moda, y en el cual es inevitable participar, como la Navidad o el Día de la Madre. Para ambos sectores de mi país polarizado, no sufragar es mal visto. Un delito ético, una traición. Eres moralmente superior si votas, aunque abuses secretamente de tus sobrinas. No importan los planes de gobierno que nunca se discuten en debates públicos; ni siquiera hay debates públicos sino ataques. Realmente, porque se trata de una batalla decisiva. Si cada lado pierde, caerá en la desgracia económica de Haití, sin importar que tengamos una de las reservas de petróleo más grandes del planeta. Nuestro voto es un compromiso moral, y debemos obrar con el ejemplo. Por eso es indispensable anunciar en el estado de Blackberry Messenger que se ha votado, y publicar en Twitter el meñique manchado de morado que valida nuestro sufragio, aun cuando esa práctica sea obsoleta e innecesaria. O si eres empleado público, deberás tomar una labor política activa, llamando a los militantes inscritos en el PSUV desde una semana antes del magno evento (durante horas laborales), para recordarles que tienen que ir a votar. Porque es La Guerra y los otros son Hitler. Son fascistas, corruptos y asesinos. Y debemos votar con alegría, orgullosos de cambiar el rumbo del país, de construir incluso un nuevo país gracias a un voto.

Siempre he sufragado en el mismo centro de votación, en el este del este. Es un centro grande, de casi cinco mil electores inscritos, de los cuales más del noventa por cierto se opone al gobierno. Unos defienden ideas bien fundamentadas, pero otros parecen tener alergia al sector oficial. Como si oponerse al gobierno fuera cool o una moda. Han votado en su contra desde las elecciones de 1998, cuando Chávez ganó por primera vez la presidencia. Marcharon el 11 de abril de 2002 hasta el centro de la ciudad, un sector que pocos de ellos conocían. Por supuesto, eso no los hacía menos venezolanos. Tampoco el que participaran ―sin saberlo— en un golpe de estado que en el fondo anhelaban. Esta no es una historia de héroes. Es una historia de perdedores con poca visión, de tercos y sus seguidores.

Hace poco leí sobre la historia de Blockbuster, la cadena de renta de películas más grande de EEUU. Resulta que, hace varios años, Netflix le ofreció a Blockbuster utilizar su plataforma para la renta de películas por Internet. Blockbuster se negó, alegando que ese mercado no iba a prosperar. Unos años después sus clientes migraron a Netflix, y Blockbuster se declaró en quiebra.

Esa actitud autodestructiva me intriga enormemente. Me recuerda a RCTV (antiguo canal privado de televisión abierta), que se «enfrentó» al gobierno hasta las últimas consecuencias. No creo que haga falta explicar que RCTV sólo defendía sus intereses económicos. Venevisión, por su parte, pactó con el sector oficial y quedó en solitario como el rey del rating nacional. Por eso, el gobierno, cuando puede, le echa una mano expropiando algún almacén de Pepsi, para favorecer la venta de Coca Cola, de la cual Cisneros tiene licencia de distribución en mi país.

El centro donde sufrago tiene diez mesas de votación. Afuera del edificio, donde estoy yo, organizan a la gente en colas, según el número de mesas. Es decir, hay tantas colas como número de mesas. Cada cola puede tener a cientos de personas, y avanza con lentitud. Tienen prioridad los ancianos, mujeres embarazadas y personas con bebés. Por eso, un tipo con una niña en brazos de dos años que parece de cuatro trata de ingresar al recinto, pero lo rebotan.

Yo debo dejar mi huella digital en la página 19, renglón 338, mesa 3. O eso al menos dice la lista en la entrada del edificio. Me traje Juliette, de Marqués de Sade, que no he podido terminar en meses. Aquí casi nadie tiene un libro. Hay muchachas que se toman fotos a ellas mismas con el teléfono celular, gente que no parar de tuitear «pensamientos liberales y democráticos», y una Zsa Zsa Gabor caraqueña que transfiere las últimas cifras de las exitpoll, en las cuales ―divina sorpresa— va ganando el candidato opositor.

Aunque resulte difícil de creer, Chávez tuvo una vez oportunidad de perder unas elecciones. Hace unos años, confesó que unos asesores extranjeros le advirtieron ―allá en el 2003― que si en aquél momento se hacía un referendo revocatorio, lo perdería. El país enfrentaba una severa crisis, producto de un paro de casi dos meses de la corporación que generaba el 80% de los ingresos del país, Pdvsa (hidrocarburos, capital nacional). Durante ese lapso, también detuvieron sus labores las empresas privadas más grandes del país, como Polar (alimentos y cervecería, capital nacional) y Cantv (telecomunicaciones, capital norteamericano). De pronto, conseguir comida, gasolina y gas doméstico se convirtieron en acciones casi imposibles. Se produjeron apagones, kilómetros de colas en estaciones de servicio, paralizaron sus actividades escuelas y universidades. Hasta la temporada de béisbol se suspendió. Era una situación inédita. En el país se hundía en una aguda crisis, y se esperaba lo peor. Pero el gobierno ya había depurando el alto mando militar, después del golpe de abril de 2002, por lo que no se produjo ningún alzamiento castrense. Tampoco se generó suficiente molestia popular para provocar una revuelta popular. Pareció demasiado evidente que eran los propios empresarios quienes se jugaban un cartucho demasiado peligroso, que finalmente les explotó en la cara. A finales de diciembre, el gobierno tomó el control de Pdvsa, al tiempo que las importaciones de alimentos de emergencia comenzaban a llegar. En febrero de 2003 la normalidad estaba de vuelta, pero la popularidad de Chávez estaba por el piso. La peor parte la llevaron los asalariados de Pdvsa que se plegaron al paro: el Ejecutivo despidió a casi 15 mil trabajadores (en su gran mayoría de clase media), y aplazó cualquier oportunidad de referendo revocatorio hasta el 2004. Así, se dio tiempo para implementar una serie de políticas populistas (Barrio Adentro, Misión Robinson), al tiempo que eliminaba las medidas liberales tomadas en marzo 2002, como la libre flotación del dólar, para dar paso a un estricto control cambiario. A principios de 2004, la victoria del gobierno estaba sentenciada, y su posición se radicalizaba cada vez más.

Esto sólo me hace pensar en una cosa: ¿qué hubiera pasado si el poder económico no se hubiera ensañado contra el gobierno, si lo hubieran dejado operar tranquilo? En diciembre de 2001, Chávez aprobó un paquete de 49 leyes  por vía Habilitante, una puerta de la nueva constitución, aprobada en 1999. Es comprensible que el poder económico se alarmara. No por casualidad la ley más criticada fue la Ley de Tierras, que amenazaba con disolver los grandes latifundios. Sin embargo, viendo en retrospectiva, en catorce años que tiene actualmente el gobierno, es prácticamente nada lo que se ha hecho a nivel de los latifundios. Entonces, si en un área crítica el gobierno ha sido tan ineficiente, ¿no lo hubiera sido igual en ese entonces? Hasta el 2002 el gobierno no tenía mucho de qué jactarse, más allá de la nueva constitución y el paquete de leyes aprobados. El país estaba en recesión económica, al tiempo que sorteaba con medidas neoliberales para palearla. El gobierno hubiese podido llegar a las elecciones presidenciales de 2006 con serios problemas de popularidad, ya que no hubiera contado con la caja abierta de Pdvsa, que obtuvo a partir del paro de diciembre de 2002. Pero ni el poder económico ni los directivos de Pdvsa pensaron en ello, quizás porque no estaban acostumbrados a perder. Tuvieron una visión corta, como la gente de Blockbuster. Y se llevaron a la guillotina a 15 mil asalariados, quienes entraron en una famosa lista negra del gobierno. Desde entonces han perdido siempre. Pero el poder económico (que ya no tiene el poder de antaño) sigue empleando las mismas estrategias electorales perdedoras: recordando la salida al aire de RCTV en 2007, las expropiaciones de almacenes a Polar, los botados de Pdvsa, el problema del control cambiario. Aún no se enteran que, al venezolano beneficiado por los subsidios de alimentación, telefonía, electrodomésticos y gasolina, poco le importa lo que le pase «a los ricos».

Lo peor, es que los «ricos» de este centro de votación, no son muy ricos. Tienen buenos salarios, pero también tienen deudas en tarjetas de crédito, créditos habitacionales o vehiculares, y préstamos para negocios particulares. Eso sí, su fenotipo es marcadamente diferente al gran porcentaje del país, tirando a lo caucásico. Y eso es, irónicamente, lo que de alguna manera los hace ser más «ricos».

Como este viejita que viene entrando, por ejemplo. Parece el hada madrina huesuda de La Bella Durmiente. Está muy arregladita, pero la pobre mujer no puede con su alma. Al verla, la gente comienza a aplaudir, eufórica. También comienzan a hacer espacio entre la espesa cola, para que arrastre su andadera con más comodidad. Rápidamente, un joven y dos señores la ayudan a pasar el desnivel. Es, para la gente que está en el centro de votación, un gesto heroico. Por eso, una señora con una gorra del tricolor nacional no logra contener la emoción, y grita con voz quebrada: «¡Hay un camino!», en referencia al eslogan de Capriles, candidato opositor al gobierno. Todo el edificio estalla de aplausos y silbidos, la gente sonríe, brinca, y hasta toma fotos con sus smartphones de lo ocurrido.

De repente, un tipo gritón aparece en escena. Dice que lo llamó alguien que estaba dentro del centro de votación, y le dijo que eso estaba vacío, que estaban formando colas para retrasar el proceso. El tipo repite los gritos varias veces. De repente, comienza a corear: «Queremos votar, queremos votar», y con cada frase mueve los brazos como si golpeara una mesa de restaurante, con los puños apretados y cara enfurecida, a la espera de un plato ficticio que ha tardado demás. Y mientras grita, dedica su mirada a las personas a su alrededor, esperando el apoyo de las masas. Entonces ocurren tres tipos de reacciones:

  1. Un buen grupo también comienza a corear «Queremos votar, queremos votar», convencido de que, una vez más, el gobierno los está jodiendo.
  2.  Otra buena parte de la gente no sabe si el tipo está borracho o si golpea a su mujer, pero les gusta pertenecer a ese grupo que es valiente y pelea por sus derechos, aunque nunca se atrevan a contradecir a sus jefes en la oficina.
  3.  Al resto les fastidia que otro imbécil que adelanta el tráfico por el canal de servicio, trate de proyectar su falso liderazgo entre un grupo de personas que no quiere estar allí, que le da ladilla votar, que quiere estar en la playa o bañándose en la piscina de un club, pero tiene que hacerlo, porque es la única forma de «salir de Chávez».

Porque ése es el debate en mi país: «salir de Chávez» o «seguir con Chávez». Y es patético y deprimente. Pero por más que pienses que la solución es legalizar la marihuana, desarmar a la población o castigar a quien lance un papel al piso, al final sólo tienes dos opciones. Y ambas muchas veces se tocan, para desgracia nuestra.

¿Así va a ser siempre? ¿Estamos condenados a votar por la opción menos mediocre? ¿Es mejor no votar, y tratar de ser felices en nuestras vidas? Siempre me contradigo en mis respuestas.

Mientras tanto, camino. Al parecer, los del CNE (Consejo Nacional Electoral), cambiaron la estrategia, y la cola progresa con brusquedad. La gente olvida las consignas y los eslóganes, agarra sus cosas, y avanza sin mirar hacia los lados. El objetivo es llegar y votar. Cuanto antes mejor.

Casi lo habíamos olvidado. Siempre hay que regresar a casa.