29 mayo 2013

Fuga de divisas

Todos los mediodías, un Santa Clause aparece en la azotea de un edificio del bulervar de Sabana Grande. Es moreno, pequeño y de brazos fuertes. El edificio tiene tres pisos, y sus ventanas y puertas exteriores han sido selladas con bloques, sin frisar. El Santa aparece de detrás de un tanque de agua, se apoya en un zócalo al borde del abismo, y saluda a la audiencia en la calle con su mano enguantada. Luego, ajusta su bolsa de fieltro verde en la espalda, camina con parsimonia hasta una chimenea de ladrillos, y desaparece exclamando:
Jo-jo-jo
Lo que nadie sabe, es que dentro del edificio sin puertas ni ventanas, funciona una fábrica de franelas estampadas llevada por cuarenta Guardias Nacionales adictos a la causa limeña. Pero eso no es lo más loco del asunto.
El edificio estuvo abandonados por varios años, hasta que lo compró un peruano por unas cuantas monedas. El tipo vino de un pueblo que nadie conoce, y que termina en «bamba», en la sierra peruana. Vino sin un real, atravesando el río Meta en un bote lleno de inmigrantes a quienes le dieron unas cédulas falsas, y les dijeron:
Apréndanse esos números, porque la Guardia viene en unos minutos y se los va a preguntar.
¿Y cómo iba a aprendérselos si era de noche, no había luna, y estaba en un bote clandestino atravesándo el río Meta? Salir vivo de esa situación era prácticamente imposible.
Apenas llegó a Caracas, los amigos de sus antiguos vecinos le dieron una colchoneta, y lo ayudaron a adaptarse. Públicamente, se llamaban «primos». Sus «primos» le dieron trabajo para que atendiera un puesto de buhoneros en la Baralt, y él trabajó sin descanso. No tuvo feriados, vacaciones ni los «lujitos» que se daban sus primos, los cuales iban desde polladas alcohólicas que se extendían más allá del fin de semana, hasta relojes de marca y viajes a Margarita.
Pronto, sus años de sacrificio se vieron compensados cuando pudo montar su propia tienda en el mercado de El Cementerio. A partir de allí, conseguir dinero le fue más fácil. Lo difícil fue separarse de sus primos bebedores, de los aduladores chupacabras y los falsos prestamistas. Sin embargo, un duro año a finales de los noventa le devino en un mar de deudas, al no poder vender la bisutería comprada meses antes a crédito.
Por eso, nuestro héroe se convenció de que era la producción ―y no el retail― la oportunidad de crecer como empresario. Por eso montó la fábrica de franelas estampadas clandestina en Sabana Grande. Compró un edificio abandonado frente a lo que ahora es City Market, y le tapó las puertas y ventanas con bloques de ladrillos, sin frisar.
Pero eso no es lo loco del asunto.
Nadie sabe que un túnel subterráneo comunica la fábrica de Sabana Grande con un pueblo que termina en «bamba», en la sierra de Perú, donde compró unos terrenos agrícolas. Eso significa que es el túnes más largo del planeta, con más de tres mil kilómetros de longitud, y que corre a cien metros debajo del suelo. Un récord Guinness, si tan sólo no fuera secreto. El trayecto tarda en realizarse en tres días, en unos vagones sobre rieles arrastrados por ciento ochenta llamas que nunca han visto la luz del sol.
Evidentemente, la fábrica de franelas es sólo una fachada para los curiosos. El túnel es utilizado para traer a Caracas algodón, papas amarillas y limones que siembra en sus terranos peruanos, y que en Venezuela se venden a treinta veces su valor original. También se traen causas limeñas para los cuarenta Guadias Nacionales que laboran en la fábrica de mentiras.
¿Y para qué es el Santa Clause? ¿Por qué hay una chimenea de ladrillos en una ciudad tropical como Caracas? ¿Y por qué Santa aparece justo al mediodía, cuando el sol y el calor son insoportables, con ese traje de invierno que debe achicharrar las entrañas del pobre hombre disfrazado?
Sencillamente, porque a las personas les parece «simpático», «folclórico». Incluso, una señora me dijo una vez que significaba «un mensaje de alegría y unión para los venezolanos». Nadie parece sospechar que varias empresas fantasmas se han aliado con nuestro héroe, y lo que lleva Santa en la bolsa no son más que divisas que se fugan, para invertirse en paraísos fiscales.
Pero Santa lleva algo más en la bolsa, aunque nadie tiene certeza.
Se dice que son tanques de oxígeno y linternas, que nuestro héroe lleva hasta a una salida ultrasecreta del túnel hacia el río Meta. Las lleva justo al lugar por donde cruzó el bote aquella noche que entraba al país. Al no ver los números de la cédula, nuestro héroe debió lanzarse al agua para salvar su vida, entregándose a los caimanes y las pirañas.
Dicen que busca quién o qué lo salvó, aunque nadie tiene certeza.

22 mayo 2013

El mal de Montano, de Vila-Matas

«Aquí», ha dicho el taxista, «no hay nada hoy en día, pero en otros tiempos, cuando yo era joven, esto estaba lleno de viñedos arrancados a la difícil tierra volcánica, se hacía vino de Pico. Y había, cuando la vendimia, fiestas, muchas fiestas.» Se veían, a un lado y otro de la sombría carretera, las ruinas de las antiguas mansiones señoriales de las familias de Faial que se habían enriquecido haciendo vino en la tierra de lava de su isla vecina. De esas grandes villas de antaño, donde se daban aquellas fiestas durante la vendimia, sólo quedaban cuatro piedras y la nostalgia profunda del taxista, que de vez en cuando, con plomiza y melancónica insistencia, puntuando su campechano monólogo, decía en un portugués muy cerrado, de fuerte acento azoriano:
Festas, muitas festas.
Nostalgia plomiza de los antiguos días de esplendor, en un tono campechano de lo más horrible.
Festas, muitas festas.
A la quinta vez que lo ha dicho, he comenzado a entrar en trance y a tener cierta hiperactividad cerebral. Entre muchas cosas, me he acordado que yo debía estar siempore alerta contra el mal de Montano de la literatura. [..] El taxista sólo parecía embotado  en el recuerdo de alguna pobre y desgraciada novia qe había tenido en la época de la vendimia, [..] ha terminado sacándome de quicio.
Festas, muitas festas.
No me gustan nada las personas campechanas. Si de ellas dependiera, la literatura ya había desaparecido de la faz de la tierra. Sin embargo, las personas «normales» son muy apreciadas en todas partes. Todos los asesinos son, para sus vecinos, tal como se ve siempre en la televisión, personas campechanas y normales. Las personas normales cómplices del mal de Montano de la literatura. Eso he pensado este mediodía en el taxi de Pico, mientras me acordaba de una frase que Zelda solía  decirle a su marido, a Scott Fitzgerald: «Nadie más que nosotros tiene derecho a vivir, y ellos, los hijos de puta, están destruyendo nuestro mundo.»

Enrique Vila-Matas. El mal de Montano (Editorial Anagrama)

12 mayo 2013

No sé si trabaja allí o vino para atormentarme

Esta semana me conseguí en el ascensor de la oficina al cuñado de mi última ex. Dudamos en saludarnos, pero al final tuvimos un forzado momento cordial, con sonrisa incluida. En realidad, nunca tuve nada contra él. Me recibió con hospitalidad en su casa, y hasta una vez fue a comprar acetaminofén porque mi fiebre no bajaba. Mi ex vivía en aquel tiempo con su cuñado, y para bajar la fiebre ella me sugirió que tomara un baño de agua fría.

Fue la peor experiencia que he tenido en mi vida.

Mi ritmo cardíaco aumentó impulsivamente, tanto que creí que me iba a dar un infarto. Los latidos rebotaban en mi cuello, me ahogaban, pero yo seguí bajo el agua fría esperando el momento en que se normalizara todo, el cual nunca llegó. Eso, y la biblia abierta en la mesa de comedor, fueron las cosas que más me asustaron de aquella casa.

Hace poco viví un pánico similar en Chirere. Me adentré solo y pasado de tragos a la playa, y eventualmente las olas no me dejaron estabilizarme. La fuerte resaca del mar me haló con fuerza. Por un momento, pensé que me iba ahogar como un idiota en Chirere, pero jamás pensé en el fastidio que le causaría a mis amigos de cargar un cadáver durante dos horas hasta Caracas. Al final, aproveché el impulso de las olas, para darme cuenta de que estaba prácticamente en la orilla, como Kiko en aquella piscina de Acapulco.

Ayer le pregunté a Susana si yo era un borracho. Me dijo que más que ella no. Eso me tranquilizó, aunque no lo creas.

Al día siguiente me volví a encontrar con mi exconcuñado en el comedor, pero su trato fue más frío. Me dio la espalda en la escalera mecánica, cuando en condiciones ideales uno voltea para conversar. Realmente, no lo culpo, se suponía que no debíamos vernos más nunca en la vida.

Susana comenzó un postgrado y ahora se la pasa estudiando, eso me da más tiempo para leer. Terminé un agotador libro de Vila-Matas, y comencé unos de César Aira y Arnoldo Rosas, que me tienen enganchado. Mientras leía, mi madre ha llamado para contarme sus últimas experiencias de compras en supermercados. Es extraño, quienes me enseñaron a ser crítico con el sistema ahora son demasiado indulgentes. Pero supongo que todo el mundo debe creer en algo.

¿En qué creo yo?

En que la incertidumbre es como un baño de agua fría cuando tienes fiebre.