17 agosto 2015

El último post




Terminé un manuscrito pero no sé qué hacer con él. Sinceramente, es la literatura que me gusta y puedo escribir, porque no tengo ni el talento ni la motivación para hacer ficción súper genial como Borges, y ya desde hace un par de años paré de tratar.

También siento que la función de este blog llegó a su fin. Cuando comencé, en 2008, era un niño de de 22 años atrapado en un oficio de programador que soñaba con publicar un libro. Por eso comencé con ejercicios de microrrelatos que describían un momento, un suspiro atrapado con una pinza, puesto en pause, y analizado como un ratón de laboratorio ebrio.

En aquella época estaba aún en busca el amor, en medio de un amor ausente, y luchando contra mis propios demonios autodestructivos de relaciones interpersonales.

Ya esa persona es un poco extraña para mí.

En menos de un mes voy a cumplir 30 años. Tengo esposa atahualpa, una hija superhéroe, una profesión que me gusta, un manuscrito del cual me siento orgulloso, y vivo en un nuevo país con miles de nuevas oportunidades.

(ya no suelo pensar en la muerte antes de dormir)

Es hora de un nuevo proyecto.

http://dariocarpio.tumblr.com

Nos vemos allá.

24 abril 2015

Leaving Venezuela

Quizás nunca me entenderás cuando en el futuro te hable de esta época. Si cuando crezcas te gustara documentarte, difícilmente lograrías armar el rompecabezas que es este país.

O quizás sea fácil, no sé. Total, una historia muy similar se vivió cuando CAP II y poca gente aún la entiende bien. Ojalá tú la entiendas y puedas tener una opinión sin pasiones, donde las palabras pueblo o gente no sean gérmen manipulador. Eso déjalo a los políticos mediocres, que son casi todos.

Ojalá tengas la misma fe que tengo yo en las personas, pero ojalá tengas la intuición que no poseo de decepcionarte de ellas rápidamente y dejar de creer sus mentiras.

Y ojalá la honestidad sea tu arma más fuerte contra los prejuicios.

Yo mientras tanto te cuido todos los días y es difícil. Tengo  que llenarme de paciencia cuando te doy comida y la escupes porque no te gusta o está muy caliente o qué se yo. O cuando te cambio el pañal y no te dejas limpiar ni poner el pañal nuevo, te levantas como una cascabel al ataque pero con los pies hacia arriba.

Todo ahora son expectativas.

Serás una embajadora latinoamericana donde quiera que vayas porque tendrás a tres países en tu cerebro.

Mejor te arropo porque hace frío y el futuro nos espera.

La vida es una transición tras otra, ya lo irás descubriendo.

19 abril 2015

Lactancia materna




Antonio era un entusiasta de la lactancia materna, aunque le fascinaba de una manera poco ortodoxa. Me explico: Antonio no tenía hijos, ni siquiera sobrinos pequeños o amigos que tuvieran niños pequeños. A decir verdad, Antonio ni siquiera tenía amigos. Sólo le gustaba mirar a las mujeres que exponían sus pechos para alimentar a sus crías en los vagones del metro. Eso es todo. Y les dedicaba toda su atención, casi hasta llegar a los límites del morbo, de lo enfermizo. Por ejemplo, nuestro héroe mostraba un extraño entusiasmo cuando la madre ajustaba la posición del bebé y el seno apretaba toda la cara del lactante. O cuando el bebé no conseguía chupar y Antonio daba un par de pasos para ayudar a la mamá pero luego se reprimía, y entonces desde la distancia le daba indicaciones para mejorar la posición del bebé y el agarre del pezón, entre otros técnicas.

Nuestro héroe no se daba cuenta de que su actitud frente a la lactancia materna incomodaba terriblemente a los demás pasajeros, quienes consideraban que una conducta normal era desviar la mirada cuando una madre amamantaba a su hijo en público.

Pero a Antonio le parecía muy normal contemplar extasiado «el fabuloso acto de dar pecho», como solía describir en su libreta personal, un utensilio con el que luego intentaron incriminarlo como un enfermo sexual. Sucedió una tarde cuando a una mamá no le gustó la mirada hipnotizada de Antonio, y le pidió con muy poco tacto que echara la vista hacia otro lado. La madre dijo algo como:

—Mira para otro lado, huevón

Pero Antonio no acató la orden, porque era un amante de la libertad. Y si ella era libre de alimentar a su criatura en un vagón del metro, él también tenía derecho de presenciar aquel hermoso espectáculo.

Un puñetazo desconocido lo mandó a Emergencias, y después la policía lo retuvo tres días en una celda de la jefatura, donde Antonio aprendió a acatar la lección aunque no la entendiera.

Las siguientes semanas fueron muy duras para nuestro héroe. El no poder mirar a las mujeres dando pecho lo tenía destrozado, intranquilo. Antonio intentó cubrir su necesidad con videos de Youtube, pero no era lo mismo. En Youtube censuraban el pezón de la madre o lo mostraban en caricaturas, y si buscaba en otros sitios, seguramente terminaba en páginas pornográficas, que era lo que menos quería Antonio, porque descargaban virus que le ponían lenta la PC.

Ya estaba a punto de volverse loco cuando un día, mientras estaba echado en la bañera, vio su propio pecho salir entre el agua. Con los años, el pecho de Antonio había acumulado algo de grasa, y podría decirse que las tetillas sobresalían como témpanos de hielo. Entonces nuestro héroe decidió lo evidente: ponerse implantes de senos. Pero no serían convencionales, sino una prótesis rellenas de leche, cuyo contenido pudiera reabastecerse cuando Antonio bebiera el líquido mientras presionara un punto exacto de la garganta. ¿Genial, no?

Nuestro héroe investigó durante semanas sobre bioingeniería, y finalmente realizó un diseño con todas las de la ley. Concertó una cita con un famoso cirujano plástico, y al ver el diseño éste le dijo boquiabierto:

—Esto es una idea de un millón de dólares.
—Lo sé —respondió Antonio—. Pero quiero que me la haga a mí.
—Pero no sé si estás entendiendo. Normalmente vienen hombres a ponerse tetas, es normal, pero nadie nunca había venido con una idea. ¡Esto puede ayudar a miles de mujeres que se practican masectomía por prevención al cáncer! ¡Te hará famoso!
—Sí, está bien. Pero quiero que me la haga a mí.

Como Antonio no tenía dinero para costear la cirugía, el doctor ofreció hacérsela gratis, siempre que Antonio le regalara la patente y firmara un contrato notariado para no reclamarla después. Nuestro héroe firmó contentísimo, e incluso le dio al doctor todos los bocetos que hizo a mano.

Pero ya operado y en recuperación, Antonio se encontró con otro inconveniente: ¿cuál bebé pondría a chupar sus nuevos senos si él no tenía niños? Antonio se obstinó por dedicarse sólo al diseño de sus tetas y no pensar en el bebé. Un trámite de adopción tardaría años, y más para un hombre con senos. Fabricar uno tardaría nueve meses al menos, más el tiempo de disputa con la madre por la custodia y otros rollos legales. Y ni pensar en robarlo o pagarle a una enfermera, nuestro héroe era un tipo demasiado correcto para esas cosas.

Pero esa noche, en pleno hospital, mientras transmitían «Pinocho» en la TV, Antonio supo que no necesitaba a un niño de verdad. Después de todo, no le gustaban los niños ni los adultos, y algún día el niño se convertiría en adulto y dejaría de chupar sus pechos. Así que, apenas Antonio pudo levantarse y caminar, fue a una tienda de juguetes y se compró a un bebé que tomaba teteros. Y ya en casa, ajustó la boca del bebé con un cuchillo para que calzara en sus pezones hinchados, y movió la palanca de su espalda a «Encendido».

Fue un momento hermoso, idílico. Antonio sintió cómo la leche metida en su implante era succionada por su bebé ficticio, y fue feliz. Nada era más fabuloso que ver el acto de dar pecho, hasta que lo experimentabas en primera persona, y te dabas cuenta de que habías perdido tu tiempo por miedo a lo que dijeran los demás, o por terror a que te botaran del trabajo, pero uno tenía que hacer lo que lo hiciera feliz, y nuestro héroe era más feliz que nunca.

Claro, apenas terminó el reposo y fue a trabajar, fue despedido de inmediato. Antonio había sentido la mirada incisiva de todos sus compañeros de trabajo apenas llegó al edificio, pero decidió no prestarle atención, porque igual nunca lo habían tratado con cariño. Y pensó que sólo importaba lo que dijera la Jefa de Recursos Humanos, quien, como alta jerarca de una empresa trasnacional que se jactaba de ser novedosa, lo entendería.

No les voy a mentir, Antonio se sorprendió con la noticia. Le había dedicado 16 años desde que comenzó en un callcenter, y ahora le daban una patada por el trasero sólo por participar en un «revolucionario proyecto de medicina que iba a salvar miles de vidas», como osó en decirle a la Jefa de Recursos Humanos. Pero nada iba a destruir su felicidad. Así que agarró una caja, guardó sus cosas, y salió con la cabeza bien alta por la misma puerta por donde fueron despedidos estafadores y corruptos.

Sin embargo, ya en el metro, Antonio no podía estar más cabizbajo. Ni siquiera su bebé de juguete chupando de su implante le devolvía alegría a su corazón. Pero, entonces, una joven clara, de pelo castaño, un poco tonta y acento aristocrático, se sentó a su lado, y le dijo con emoción en su rostro:

—Me parece muy valiente lo que estás haciendo.

Y Antonio no sabía a qué se refería ella pero estaba tan sensible y sintió tanta ternura por esas palabras que comenzó a llorar. Y la joven clara medio tonta lo abrazó, y comenzó a llorar también, y le dijo cosas que Antonio ya no entendió pero que dijo que sí, y quizás por eso nuestro héroe terminó cogiéndosela esa misma noche, y mientras la penetraba ella apretaba las tetas de él contra su cara y devoraba los chorros de leche, y Antonio no podía creer lo que estaba viviendo, que alguien por fin lo entendía y disfrutaba sus formas, las más derechas y torcidas.

Por eso Antonio, con profundo agradecimiento, le preparó desayuno, pero la joven medio tonta ni siquiera quiso sentarse, sino que lo tomó de la mano, y le dijo sonriente:

—Ven para que conozcas a unas personas.

Y ella y Antonio terminaron en una reunión con muchísima gente, más bien una fiesta con música baja a las diez de la mañana, donde la joven le presentó a un viejo calvo y gordo con bigotes enrollados, a una cuarentona pelo corto y rojizo bastante definida, y a un montón de personas más que lo saludaron con cariño. Era la comunidad LGTB.

Antonio lo supo cuando estaba en el estrado, y ya había comentando al micrófono su amor a la lactancia materna, que lo llevó a cumplir su sueño a amamantar aún siendo hombre. Lo supo aún después de que la multitud aplaudiera y los flashes de las cámaras lo enceguecieran unos segundos, cuando ya el mal estaba hecho. Y aunque realmente hubiese preferido no ser famoso, que la gente lo ignorara o evitara como siempre, era un hombre de casi cuarenta años desempleado, y quizás a esto pudiera sacarle provecho. Por eso dejó que la joven clara medio tonta lo besara en plena efervescencia de las cámaras, y leyera al público algunas de sus notas de su libreta personal, mientras lo postulaba como presidente de la asociación. Total, ya era una figura pública, y podía ser totalmente transparente con el mundo.

O, bueno, semi transparente.

08 febrero 2015

Maldito presente

«Siento que estoy programado para la insatisfacción», 
Ethan Hawke a Julie Delpy en Before Sunset. 

Yo tengo un trabajo donde hago lo que me gusta, o una de las cosas que me gusta, que es manejar datos y ver las tendencias plasmadas en indicadores. Tengo una esposa que entiende mis chistes y me da sexo con frecuencia. Amigos que soportan mis preguntas e incluso las responden. Una niña más alegre que Pharrell Williams. Y sé que esto podría cambiar en cualquier momento. Que este es mi momento y lo sé, y no quisiera que acabara. ¿No es algo humano? Messi tiene toda la vida en el Barcelona, lo ha ganado todo, y ¿por qué sigue allí?, ¿por qué no se va a otra liga a vivir algo distinto, tener nuevas metas? Empezar de nuevo, dejar tu zona de confort, es tan duro como la adolescencia, cuando me sembraron todas esas expectativas que sentí que debía cumplir. Aunque ahora no busco demostrarme nada, aunque sólo disfruto lo que tengo, este maldito presente, tengo miedo de que acabe.

23 enero 2015

Rutina




Vivir en Venezuela es un acto de fe.

Voy a recargar la tarjeta del Metro y la cajera me informa de mala gana que está suspendido, que compre un boleto. Yo pienso que el boleto es importado y genera mucha más basura que una tarjeta recargable, pero no digo nada.

A las 7 de la mañana nunca hay personas desesperadas pidiendo dinero porque no consiguen una medicina para su hijo, o les diagnosticaron alguna desgracia y nadie los contrata. Qué extraño. Hay más gente que lee periódicos privados que oficiales, otros que sólo escuchan música en su audífono, una sola persona que lee un libro y nadie que hable de política.

Hay mucha gente con caspa, pero creo que se debe a la escasez de champú. Yo pienso en los pañales que faltan y que nuestro bachaquero de confianza nos dijo que están «escasísimos». Como si el superlativo anunciara un «no existe», «olvídalo» o «es más fácil conseguir un Toyota a precio regulado».

Yo quería un carro nuevo, pero ahorrar en Venezuela es un acto de fe.

Susana y yo nos rumbeamos las utilidades ante la imposibilidad de invertirlas en un automóvil, subastar dólares en SICAD 2 o comprar un aire acondicionado de 12.000 BTU en Plan Suárez. Ni un par de pasajes de avión, siquiera.

Decidimos desconectarnos en Pui Puy, una playa en la península de Paria, estado Sucre, que resultó ser un paraíso: posada frente a la playa, arena blanca, agua transparente, cero 3G ni TV ni WiFi. El clima nos sonrió y estuvo soleado todo el tiempo. Sólo un ratón que vivía en algún sitio del baño me incomodaba en ocasiones. Pero los zancudos nos trataron bien y hasta olvidé la chicunguya. De 20 cabañas sólo había dos ocupadas (la otra por cuatro jóvenes americanos) y quizás eso garantizó que la atención fuera muy esmerada. La habitación nos costó (temporada baja) Bs. 2300 la noche, y el desayuno y almuerzo diario nos costó Bs. 1000 adicional por los dos. La comida fue generosa y buena. Y todos los días pedimos café a domicilio en nuestra cabaña.

Debo confesar que la idea de ir a Pui Puy era también un reto personal. Quería demostrarme a mí mismo que Susana y yo podíamos seguir siendo atrevidos y salir a recorrer el país, a pesar de tener una hija de 5 meses y un Ford Fiesta con casi 120 mil kilómetros.

Claro, antes del viaje le hicimos revisión a fondo, porque hacer turismo en Venezuela es un acto de fe.

El carro comenzó a dar problemas durante el regreso. Las revoluciones se volvían locas cada vez que aceleraba, y el motor no terminaba de andar. De repente, con el pedal a fondo, el carro perdía la potencia y comenzaba a detenerse, como si estuviera en neutro. Se apagó un par de veces; la primera, la más espeluznante, frente a un basurero media hora después de Carúpano. Yo pensé mil veces en lo que le pasó a Mónica Spears en la autopista de Puerto Cabello, y me veía agujerado con Susana y a mi hija vendida en 20 mil bolívares. No sé cómo logramos llegar a Lecherías, y desde entonces el carro ha funcionado como si nada.

Me bajo en la estación Miranda, antes Parque del Este, y el cielo es azul profundo. Dos guacamayas azules y rojas gorjean en el aire. Los motorizados comienzan a poblar la acera como estacionamiento. Por eso, ser ciudadano en Caracas es caminar por la calle, como hago siempre en la cuadra de mi casa. Pero mi oficina queda en Los Palos Grandes y todavía hay un poco de respeto. Sólo un poco. Paso por el espacio que dejan las motos estacionadas, y subo las escaleras hacia la torre.

¿En cuánto conseguiré el kilo de pechuga de pollo sin hueso? Hace un año estaba en Bs. 120 y hace una semana la compré en Bs. 370. Compré casi 7 kilos (por si acaso desaparece) y la cuenta salió en medio salario mínimo. Hay gente que dice que es mejor almorzar en la calle para no gastar los inventarios propios.

Saco el carnet. Otro día comienza.

06 enero 2015

Movimiento de Prioridad Masculina



El robot me miraba como si yo fuera un abogado de la familia. Estaba allí sentado, al lado de mi cama, como quien no quiere la cosa. No me asusté. Ciertamente, es extraño despertarse y ver a una máquina de hojalata en la silla de la peinadora, pero yo estaba ansioso de experiencias fuera de lo común. Estaba harto de ver a gente idiota que ama una reunión de condominio para intervenir porque consideraba injusta la cuota de reparación del elevador. De hecho, había jurado que si volvía a ver a otra mujer con ropa de gym y zapatos running en un centro comercial, iba a comenzar a matar gente.

El colmo había sido cuando una organización política de izquierda denunció la discriminación sexual en la que incurría el gobierno al diferenciar los géneros sexuales cada vez que utilizaba el plural, y fue nefastamente reprimida. La ONG dejó al desnudo que el gobierno siempre nombraba primero al género femenino, y eso no podía ser, porque debía haber un equilibrio entre los sexos. La ONG exigía que cada vez que se nombrara primero a las mujeres, en la siguiente referencia de debía dar prioridad al sexo masculino. Por eso se llamaba así: Movimiento de Prioridad Masculina.

Aquello fue un boom mediático. Yo quise también formar parte de aquella igualdad de género. Por eso me enamoré irremediablemente de mi mejor amigo, aun cuando no me atraían sexualmente los hombres. Yo estaba tan comprometido con la causa, que un día le declaré mi amor mientras jugábamos Super Nintendo. Él me dio ron y me llevó adonde las putas.

Juro que esa noche hice el amor con Spiderman. Me di cuenta cuando agarré a la chica por la cintura y me pareció que tenía dos rodillas en cada pierna. Sus piernas me rodeaban pero con dos vértices en lugar de uno, es decir, cada pierna formaba un triángulo independiente que atrapaba las mías. No sé por qué eso me excitó más. Su cuerpo estaba lleno de telarañas, pegajoso, y yo besaba su cuello como quien come un algodón de azúcar. Acabé prometiendo no usar más nunca insecticidas.

Volví a casa y dormí no sé cuántas horas. Y al abrir los ojos, encontré al puto robot con el que comencé esta historia. Cuando me incorporé a la cama me puso unas esposas. Intenté seducirlo, pero esa fría hojalata no tenía sentimientos. Me llevó al Ministerio de la Verdad a que me retractara sobre la Prioridad Masculina. Yo me monté en el escritorio para decir unas palabras eufóricas, pero me dieron unos porrazos y me metieron en el calabozo. La cárcel era un lugar sucio, pero el papel higiénico era más suave que el de mi casa. Yo no estaba solo allí,  por supuesto. De inmediato comencé a simpatizar con mis compañeros de celda, algunos también miembros del movimiento que yo había apoyado individualmente. Al principio, las orgías eran descomunales, pero con los días comencé a notar que a mis compinches se le hundía la cara. Es decir, la cabeza seguía normal, pero los ojos, nariz y boca estaban más hundidos, sobresaliendo únicamente los pómulos y la quijada. Al principio, yo no entendí el motivo, pero no tardé mucho en descifrar que los carceleros nos modificaban físicamente para que no pudiéramos besarnos ni chocar nuestras narices.

Un día un guardia nos gritó «Cabezas Chuecas», y yo lo agarré por entre los barrotes y le escupí toda la cara. Me sentenciaron a cursar de nuevo el bachillerato, debido a que misteriosamente faltaba una nota de séptimo grado. Lo extraño es que yo había culminado entonces la universidad y trabajaba en una oficina del gobierno. Pero no hubo nada que hacer y, al darme cuenta, ya tenía uniforme y morral listo para la escuela. Todos los días un oficial me escoltaba desde la cárcel al liceo y viceversa. Por miedo a que se burlaban de mi cara hundida, conseguí una máscara de Carnaval, de Tortuga Ninja, y me la coloqué para ir al colegio. Al principio, los chicos me miraban raro, porque el esnobismo es una característica de los niños mayores a ocho años, o al menos mis amigos y yo lo éramos en aquella época. Pero ahora por mi look adulto, vellos, tono de voz, y porque les ofrecía crack en los recreos, pasé rápidamente de simple «fenómeno» a «viejo cool». Por eso fue muy fácil convencerlos del movimiento prioritario. Yo era su maldito héroe dándoles una nueva visión del mundo, y ellos se lo tragaron todo, tanto, que mi fama se regó por todos los colegios de la ciudad. Y cuando digo todos son todos. Desde los liceos sifrinos donde grababan series de televisión, hasta las escuelas técnicas donde los estudiantes llegaban haciendo acrobacias en motos chinas de baja cilindrada.

Pronto, me hice tan popular que no necesité redes sociales para que los niños salieran a destrozar la calle. Fue una locura. Decenas de miles de prepúberes llenaron las plazas de la ciudad, masturbaron efigies, cogieron masivamente a gárgolas y querubines, quemaron toda representación femenina desde vírgenes hasta palomas, con más saña hacia las palomas, a las que atraían con migas de pan y luego les echaban gasolina para prenderlas. En fin, un desastre que yo no sabía si tenía que ver con el movimiento prioritario porque realmente nunca lo supe, yo sólo quise hacer algo distinto, no ver más nunca a una niña tomándose una autofoto ni una película 3D. Por eso para mí fue una victoria, sobre todo cuando los robots de orden público miraban a la turba infantil destruir las plazas sin poder hacer nada, porque cómo iban a atacar a infantes con bombas lacrimógenas y perdigones si eso estaba muy mal visto, y yo desde la cárcel fui muy feliz viendo por fin a esas frías hojalatas perder por lo menos una vez en la vida, sin poner esposas ni atemorizar con sus miradas, más bien empezar a correr porque la horda de niños comenzaban a perseguirlos como una manada de arañas, hambrientos, unos sobre los otros, como si tuvieran dos rodillas, y de allí nadie los iba a salvar.