23 junio 2013

El portal del refugio

Candy descubrió un portal secreto en la azotea del refugio. Sucedió una noche cuando tuvo que salir de su cama para «dar un paseo». Algunas noches, el tipo que traía el azúcar y harina venía a la colchoneta donde dormían Candy y su madre, y ésta le decía:
Vaya a dar un paseo
Y Candy salía a matar cucarachas en el patio del refugio. Candy detestaba el olor de las cucarachas. Suponía que era provocado por su líquido amarillento, que Candy llamaba «juguito». Ella nunca había sentido ese olor tan nefasto, hasta que un día aplastó a una en el patio del refugio y se la llevó a la nariz. Desde aquel momento, Candy estaría convencida de que el olor del camión de basura provenía de cucarachas aplastadas, y no de alimentos podridos, como le explicaba su madre.
Porque, realmente, Candy no le prestaba mucha atención a su madre. Su decepción comenzó justo tres años antes, cuando llegaron al refugio. Candy trajo cuatro o cinco muñecas que lograron sobrevivir a las inundaciones de su antiguo hogar. Eran delgadas, rubias y de cabello frondoso, estilo Barbie de los ochenta. Pero alguna bacteria que probablemente contrajeron durante la tragedia, pusieron sus cabellos verdes y babosos, como musgo o moho. El cabello de las muñecas terminó cayéndose, y para tapar su calvicie, Candy deshizo un vestido suyo para armarles sombreros y pañoletas vintage. Entonces su madre, al ver a las Barbies con aquel look canceroso, reprendió a Candy por su mal gusto, y botó a todas las muñecas.
Candy también pensaba que su madre tenía mal gusto. Su madre se acostaba con el señor que traía el azúcar y la harina, un tipo que siempre hedía a cigarro. Entre los olores que Candy prefería estaban: el lavanda, la grama recién cortada y el olor a café. Pero también tenía otras aficiones: escupir en la vacinilla luego de orinar, escuchar el murmullo de la quebrada que pasaba por debajo del refugio y, por supuesto, matar cucarachas.
En esa última actividad se encontraba aquella noche cuando descubrió el portal secreto. Comenzó a perseguir a una cucaracha que subió por la pared, pero no logró alcanzarla con la suela de su zapato. Se encaramó entonces en la escalera de emergencia, y emprendió el ascenso vertical hacia la azotea.
Aquel edificio que Candy escalaba, había sido un canal de televisión. Vendido a una empresa manufacturera, fue utilizado entonces como almacén. Pero incluso después de su expropiación, nadie quiso quitar la inmensa antena parabólica que había en la azotea de aquel edificio, un monstruo blanco e inservible, heredado de los tiempos del canal.
Hasta su base llegó Candy cuando subió a la azotea. Era de noche, y por alguna razón inexplicable, se podían ver muchas estrellas. La base de la antena era una gran columna cilíndrica que necesitaba siete Candys con los brazos extendidos para rodearla. Aún así, Candy abrazó la estructura fría y, al abrir los ojos, vio a la cucaracha a  escasos centímetros de su nariz.
Sin pensarlo dos veces, Candy aplastó la cucaracha con su mano, pero el «juguito» del insecto lo dejó adherido a la superficie de la columna. Entonces, Candy pudo respirar su olor, que ―para su sorpresa― no era el aroma de la basura, sino de lavanda, una de sus flores favoritas.
Candy quiso llorar de tristeza. ¿Cómo era posible que la cucaracha oliera a lavanda? Ella no las aplastara si todas olieran así. Se sintió miserable, basura. Si alguien se parecía realmente a un camión de basura, ésa era Candy.
Quiso entonces huir de la escena del crimen, y bajó las escaleras como si se dejara llevar por la aceleración de la gravedad. Pero al llegar al patio, el suelo ya no era de cemento, sino de grama recién cortada. Y, por si fuera poco, la quebrada ―antes subterránea― corría ahora entre piedras mohosas. Candy no podía creer lo que estaba viendo. Aterrada por el brusco cambio, corrió hacia la puerta trasera del refugio. Pero al entrar en él, las cosas adentro también estaban algo diferentes.
El antiguo estudio de televisión ya no era una vecindad de damnificados. Candy lo supo por el piso pulcro, las paredes blancas y el intenso olor a flúor. Había aire acondicionado, y letreros que señalaban hacia distintas secciones: «Rayos X», «Observación», «Emergencias». A un lado, junto a la pared, una fila larguísima de camas eran atendidas por muchas mujeres de traje y gorro blanco.
¡Candy!
La niña volteó, y no creyó lo que veía. Su madre la llamaba, pero ella también estaba vestida de aquel traje y gorro blanco. Su madre le preguntó qué hace aquí, es muy tarde, por favor agarre la bici y vaya a la casa ya mismo. Candy quiso llorar, pero no sabía si por el regaño, o por tener una bici y una mamá que fuera enfermera. Su madre debió asumir lo primero, porque al verla llorar, le dio un beso en la frente, y le dijo con ternura:
Mañana damos un paseo
Y Candy salió disparada a la salida del hospital. Vio su bici recostada en una fuente, que tenía la forma de su antigua vacinilla, pero no le provocó tirarle un escupitajo. Se montó en la bici. Al lado del hospital, estaba ahora construido un mini supermercado. De éste, Candy vio saliendo a un hombre con harina y azúcar dentro de bolsas de plástico. No parecía llevar cigarros, sólo un vaso de café cuyo aroma era fuerte; sin duda, un expresso.
¿Acaso se estaba volviendo loca? ¿O todo eso que ahora veía era de verdad? Y, peor aún, si lo era, ¿alguna vez volvería a su antigua realidad? Para nada lo deseaba en ese momento. Candy adoraba esta nueva y maravillosa vida, aunque fuera un sueño.
En eso pensaba Candy cuando vio a lo lejos a un hombre en silla de ruedas. La calle estaba sola y, al principio, Candy sintió al hombre como una amenaza. Era calvo, moreno, gordo (más bien hinchado), y llevaba puesto unos anteojos de sol redondos. No estaba sucio, pero la manta beige que lo arropaba le daba un look harapiento, a pesar del suero intravenoso que colgaba de un perchero oxidado. Todo esto, en una acera de una calle solitaria una noche cualquiera.
Candy se detuvo. De cerca, aquel hombre daba muchísima lástima. Parecía haber sido alguien importante, de esos que dicen algo y todos temen, pero no logró ubicarlo en su memoria. Le acomodó la manguerita que lo ayudaba a respirar, a pesar de su gran nariz, y le ajustó el gotero del suero intravenoso.
Esa noche, cuando Candy regresó al hospital empujando al señor de la silla de ruedas, esperaba que su madre le armara un gran lío. Pero a todo el mundo en el hospital le pareció adorable que Candy utilizara su propia chaqueta para taparle la calva al señor de la silla de ruedas. En recompensa, su madre la dejó dormir en una de las camas vacías del hospital, porque ya era muy tarde para ir a casa.
Y, antes de dormirse, Candy deseó con todas sus fuerzas que aquella vida no fuera un sueño.

04 junio 2013

Consulta médica

Mi esposa me obligó ir al médico. Le dije que me dolía un poco el pecho, y se alarmó. A veces no sé si estudia o duerme. O si estudia dormida. En fin, un tipo que ella conocía murió de una bronquitis, y eso la deprimió. El chamo no se curó bien de una gripe, y unos meses después cayó en terapia intensiva. Así como así.
Yo también me curé mal de una gripe. Hace un mes me resfrié, pero esa misma noche me quedé bebiendo ron con los amigos. Y, al día siguiente, pensé que podía curarme jugando fútbol bajo un sol inmamable. Y por un momento, me sentí bien. Por eso fui a la feria del libro a saludar a un amigo, pero después de estar un rato de pié, sentí que mis piernas estaban enyesadas. Esa noche me dio fiebre, y decidí tomar antigripales como cubas libres de Santa Teresa Linaje.
Por eso, cuando escuché la historia fatídica de Susana, no pude evitar sentir miedito. Cague, pues. Y pensé en los cuentos que tengo en mente pero no he escrito, en la fockin novela, en los títeres que vi en El Hatillo y me muero por comprar.
Por eso también fui al médico, lo admito.

03 junio 2013

Morquídea

La flor tenía una crisis de identidad. Susana le preguntó:
¿Quién eres?
Pero la planta cerró sus espigas y se encogió. Susana consultó varios libros y revistas de su biblioteca, pero no llegó a un consenso en cuanto al nombre. Algunos la llamaban «riki-riki»; otros «chupa-chupa»; uno más genérico, «flor de la montaña». Típico de una flor silvestre sin valor.
Susana la encontró junto a una pequeña lagartija muerta en la subida del cerro Las Tres Cruces. La flor consistía en unas hojas verdes, largas y delgadas como de palma, por cuyo centro salía una protuberancia roja, brillante y lisa. Dentro de la protuberancia se asomaba una espiga amarilla, y las semillas que portaba fueron las que tomó Susana para sembrarla en su jardín.
En tan sólo días crecieron las palmas verdes. Pero por más que Susana le echaba agua, no terminaba de aparecer la flor. Pasaron semanas y nada. Susana se sentía contrariada: unas hojas de palma verde en el jardín eran puro monte. ¿Acaso que no la había sembrado bien?
Todas las demás flores de su jardín estaban relucientes: las margaritas, amarillas y brillantes; los lirios, blancos y espigados; e incluso las complicadas rosas, debidamente cortadas y rectas.
Pero sin duda, la favorita era la orquídea. Susana la heredó de su abuela, quien era un desastre con las matas, pero con la orquídea había tenido cierta «conexión». Eso dijo una vez la abuela, cuando comentó su primer encuentro con la flor. Ella subía el cerro Las Tres Cruces, y encontró la orquídea aferrada a una rama recién desprendida de un árbol. La abuela pensaba en aquel momento que las orquídeas eran plantas parasitarias, es decir, que se alimentaban de la savia de los árboles. Y pensó que, al estar aferrada a un rama desprendida, la flor eventualmente iba a morir. Por eso, la llevó a su casa y la instaló en el apamate del patio, pero al poco tiempo el apamate fue devorado por los bachachos. Para sorpresa de la abuela ―y también de Susana― la orquídea siguió viva, incluso aferrada a la madera sintética donde se encontraba ahora en el jardín de Susana.
Finalmente, la planta sin nombre floreció. Y era hermosa. La protuberancia roja creció con distintos niveles, como si fueran burbujas de jabón, y la espiga amarilla estaba alta, soberbia. En la tierra, junto al tallo, una pequeña largatija muerta levantó la suspicacia de Susana: quizás estaba frente a una planta que se alimentaba de pequeños animales en descomposición. Un zamuro en versión flor. ¿O habría sido pura casualidad?
Para salir de dudas, Susana colocó la flor sin nombre dentro de la casa. Susana vivía sola, y a pesar de que mantenía un jardín impecable, no se podía decir lo mismo del interior de su casa, el cual era una verdadera pocilga.
No pasaron muchos meses para que ratones, cucarachas y hasta moscas aparecieran muertas en el macetero de la planta sin nombre. Era increíble su capacidad de aniquilación. Susana estaba abrumada. Por una parte, le daba temor que semejante ser vivo cometiera tan terribles pecados en la sala de su casa, pero también se sentía agradecida de que la planta hubiera eliminado a todas esas alimañas. De hecho, se sentía tan agradecida, que decidió limpiar toda la casa: fregó los platos, restregó el piso, pintó las paredes. La casa de Susana quedó como nueva, como cuando la abuela vivía allí, antes que fumigaran contra los bachacos en contra de su voluntad. Para compensar, y en memoria de la flor favorita de su abuela, Susana decidió ponerle un nombre significativo a la planta sin identidad. La llamó: «Morquídea».
La interrogante era: ¿cómo mataba Morquídea? Una planta no podía moverse ni tenía extremidades. Claro que Susana sabía que algunas plantas se alargaban buscando el sol, pero ese crecimiento tomaba días o semanas. De hecho, también Morquídea había crecido buscando el sol: su espiga se había alargado en espiral hacia el techo, lo que la hacía mucho más atractiva visualmente. Por eso Susana no quiso sacarla al jardín, el cual había descuidado durante los últimos meses. Las margaritas se habían vuelto marrones, los lirios estaban desparramados en el suelo, y de las rosas sólo quedaban las espinas. Ni hablar de la orquídea. La pobre tenía el aspecto de una mitad de manzana abandonada en el cubo de la basura.
Sin embargo, a Susana no le importó. Tenía la casa pulcra, y la vibrante Morquídea deslumbraba en el centro de la sala. ¿Qué importancia tenía cómo mataba? Quizás producía un olor imperceptible al ser humano que atraía a la presa, y luego aquellas se envenenaban al morderla. ¿Quién podía saber?
Pero una noche lo supo todo.
Susana soñaba con bachacos. Los bachacos llegaban a su cama y se llevaban a la abuela. Mejor dicho, los bachacos cargaban a la abuela como si fuera una migaja de pan abandonada en el suelo. Susana vio a la abuela dormida o muerta, inerte, deslizándose sobre los bachacos. Los insectos también se llevaban el apamate, la orquídea, los muebles. Se llevaban todo menos a ella, a Susana. Entonces, Susana quiso levantarse pero no se pudo mover. Y como no pudo levantarse, quiso gritar. Pero tampoco pudo gritar porque no tenía voz. Susana podía abrir la boca, pero no emitir sonido alguno. Era espeluznante. Los vellos de sus brazos se erizaron, su pulso se aceleró, dinimutas lágrimas se asomaron en el borde de sus ojos. Susana sintió un escalofrío justo antes de que presionaran su garganta. Algo le apretó el cuello, y ella sólo podía mirar al techo, sin moverse.
Despertó, y fue cuando vio a la espiga amarilla que trenzaba su garganta, aprentándola cada segundo más. La espiga amarilla de Morquídea, que había crecido sin límites. La planta maldita estaba en la sala, pero la espiga era tan larga que alcanzaba el lecho de Susana, lo suficiente para dar varias vueltas en su fino cuello, y ahogarlo como una serpiente que asfixia a su presa.
Pronto, Susana ya no pudo oír ni ver. Y se arrepintió tanto de haber fumigado contra los bachacos.