03 junio 2013

Morquídea

La flor tenía una crisis de identidad. Susana le preguntó:
¿Quién eres?
Pero la planta cerró sus espigas y se encogió. Susana consultó varios libros y revistas de su biblioteca, pero no llegó a un consenso en cuanto al nombre. Algunos la llamaban «riki-riki»; otros «chupa-chupa»; uno más genérico, «flor de la montaña». Típico de una flor silvestre sin valor.
Susana la encontró junto a una pequeña lagartija muerta en la subida del cerro Las Tres Cruces. La flor consistía en unas hojas verdes, largas y delgadas como de palma, por cuyo centro salía una protuberancia roja, brillante y lisa. Dentro de la protuberancia se asomaba una espiga amarilla, y las semillas que portaba fueron las que tomó Susana para sembrarla en su jardín.
En tan sólo días crecieron las palmas verdes. Pero por más que Susana le echaba agua, no terminaba de aparecer la flor. Pasaron semanas y nada. Susana se sentía contrariada: unas hojas de palma verde en el jardín eran puro monte. ¿Acaso que no la había sembrado bien?
Todas las demás flores de su jardín estaban relucientes: las margaritas, amarillas y brillantes; los lirios, blancos y espigados; e incluso las complicadas rosas, debidamente cortadas y rectas.
Pero sin duda, la favorita era la orquídea. Susana la heredó de su abuela, quien era un desastre con las matas, pero con la orquídea había tenido cierta «conexión». Eso dijo una vez la abuela, cuando comentó su primer encuentro con la flor. Ella subía el cerro Las Tres Cruces, y encontró la orquídea aferrada a una rama recién desprendida de un árbol. La abuela pensaba en aquel momento que las orquídeas eran plantas parasitarias, es decir, que se alimentaban de la savia de los árboles. Y pensó que, al estar aferrada a un rama desprendida, la flor eventualmente iba a morir. Por eso, la llevó a su casa y la instaló en el apamate del patio, pero al poco tiempo el apamate fue devorado por los bachachos. Para sorpresa de la abuela ―y también de Susana― la orquídea siguió viva, incluso aferrada a la madera sintética donde se encontraba ahora en el jardín de Susana.
Finalmente, la planta sin nombre floreció. Y era hermosa. La protuberancia roja creció con distintos niveles, como si fueran burbujas de jabón, y la espiga amarilla estaba alta, soberbia. En la tierra, junto al tallo, una pequeña largatija muerta levantó la suspicacia de Susana: quizás estaba frente a una planta que se alimentaba de pequeños animales en descomposición. Un zamuro en versión flor. ¿O habría sido pura casualidad?
Para salir de dudas, Susana colocó la flor sin nombre dentro de la casa. Susana vivía sola, y a pesar de que mantenía un jardín impecable, no se podía decir lo mismo del interior de su casa, el cual era una verdadera pocilga.
No pasaron muchos meses para que ratones, cucarachas y hasta moscas aparecieran muertas en el macetero de la planta sin nombre. Era increíble su capacidad de aniquilación. Susana estaba abrumada. Por una parte, le daba temor que semejante ser vivo cometiera tan terribles pecados en la sala de su casa, pero también se sentía agradecida de que la planta hubiera eliminado a todas esas alimañas. De hecho, se sentía tan agradecida, que decidió limpiar toda la casa: fregó los platos, restregó el piso, pintó las paredes. La casa de Susana quedó como nueva, como cuando la abuela vivía allí, antes que fumigaran contra los bachacos en contra de su voluntad. Para compensar, y en memoria de la flor favorita de su abuela, Susana decidió ponerle un nombre significativo a la planta sin identidad. La llamó: «Morquídea».
La interrogante era: ¿cómo mataba Morquídea? Una planta no podía moverse ni tenía extremidades. Claro que Susana sabía que algunas plantas se alargaban buscando el sol, pero ese crecimiento tomaba días o semanas. De hecho, también Morquídea había crecido buscando el sol: su espiga se había alargado en espiral hacia el techo, lo que la hacía mucho más atractiva visualmente. Por eso Susana no quiso sacarla al jardín, el cual había descuidado durante los últimos meses. Las margaritas se habían vuelto marrones, los lirios estaban desparramados en el suelo, y de las rosas sólo quedaban las espinas. Ni hablar de la orquídea. La pobre tenía el aspecto de una mitad de manzana abandonada en el cubo de la basura.
Sin embargo, a Susana no le importó. Tenía la casa pulcra, y la vibrante Morquídea deslumbraba en el centro de la sala. ¿Qué importancia tenía cómo mataba? Quizás producía un olor imperceptible al ser humano que atraía a la presa, y luego aquellas se envenenaban al morderla. ¿Quién podía saber?
Pero una noche lo supo todo.
Susana soñaba con bachacos. Los bachacos llegaban a su cama y se llevaban a la abuela. Mejor dicho, los bachacos cargaban a la abuela como si fuera una migaja de pan abandonada en el suelo. Susana vio a la abuela dormida o muerta, inerte, deslizándose sobre los bachacos. Los insectos también se llevaban el apamate, la orquídea, los muebles. Se llevaban todo menos a ella, a Susana. Entonces, Susana quiso levantarse pero no se pudo mover. Y como no pudo levantarse, quiso gritar. Pero tampoco pudo gritar porque no tenía voz. Susana podía abrir la boca, pero no emitir sonido alguno. Era espeluznante. Los vellos de sus brazos se erizaron, su pulso se aceleró, dinimutas lágrimas se asomaron en el borde de sus ojos. Susana sintió un escalofrío justo antes de que presionaran su garganta. Algo le apretó el cuello, y ella sólo podía mirar al techo, sin moverse.
Despertó, y fue cuando vio a la espiga amarilla que trenzaba su garganta, aprentándola cada segundo más. La espiga amarilla de Morquídea, que había crecido sin límites. La planta maldita estaba en la sala, pero la espiga era tan larga que alcanzaba el lecho de Susana, lo suficiente para dar varias vueltas en su fino cuello, y ahogarlo como una serpiente que asfixia a su presa.
Pronto, Susana ya no pudo oír ni ver. Y se arrepintió tanto de haber fumigado contra los bachacos.

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