22 julio 2012

a los trece

en algún punto de los noventa, los pantalones a nivel del ombligo pasaron de moda, pero yo nunca me enteré. supongo que fue mi culpa: mi madre era entonces mi asesora de imagen, y ella vio muchas películas de clint eastwood.
yo tenía trece años, y era el más sobresaliente del salón, con un impresionante promedio de 19.6 sobre 20. era nerd, sí, pero en la primaria había sido buen jugador de fútbol y de atletismo, habilidades que fui perdiendo en el transcurso del bachillerato. para rematar mi seguridad, el ortodoncista me puso aparatos y el oftalmólogo lentes. pronto johana, mi mejor amiga súper linda, se fue distanciando hasta no saber más de ella.

no voy a negarlo, la gente del colegio trató de ser buena gente conmigo. un día se reunieron todos, y me pidieron que me bajara los pantalones: no hasta los tobillos, pero al menos hasta la cintura.
pero yo me negué. me pareció un abuso de su parte, una humillación. yo era delegado del salón, y ostentaba una moral poco cuestionable: meses antes, le había echado paja a mi grupo de amigos porque se montaron sobre las mesas a bailar en pleno recreo. ahora sentía que se vengaban.
voy a justificarme: con trece años de edad yo me la pasaba viendo comiquitas infantiles de cartoon network, y la programación completa de discovery kids, que incluía el «el cartero pat» y «artemanía». con mi hermana construimos un castillo de cincuenta centímetros de alto con puro rollos de papel tualé.


pero de penes, semen o masturbación no tenía idea. aunque tampoco era súper ingenuo, porque a los nueve ya restregaba mi glande contra una toalla, consciente de que me producía placer. además, ya a los trece comenzaron a salirme vellos genitales. mi nuevo temor, junto a la muerte, fue tener el pene pequeño. por si fuera poco, a mi padre lo trasladaron a la petroquímica de josé, cerca de barcelona, por lo que nos mudamos cerca de la playa.

a los trece fue el primer gran cambio de mi vida. perdí a mi único amigo de entonces, y me volví más solitario. pero descubrí la salitre como combustible, los paseos en bicicleta al atardecer, el sol que me puso más moreno. y descubrí la literatura, de la mano de dos joyas: pedro páramo y crónicas marcianas.



16 julio 2012

La Gesta Oficial

Ricardo Contreras resultó ganador del primer show de rating masivo de TVES, «La Gesta Oficial».

«La gesta oficial» fue mezcla de reality show con Los Gladiadores Americanos. Ricardo superó sin problema las primeras asignaciones: cruzar las luces en rojo de los semáforos (+30 puntos), detener a rústicos conducidos por jovencitos caucásicos para sacarles dinero (+50 puntos), y vender pollo en mercados improvisados (+55 puntos).

Pero cuando le pidieron contrabandear gasolina en la frontera utilizando un camión cisterna de agua potable, pinchó un par de cauchos al perder el control del camión, porque nunca había conducido más que un Chevrolet Corsa (-40 puntos).

Todos pensaron que era el fin. El hashtag #UnaOracionPorRicardo fue trending topic venezolano por seis días.

Afortunadamente, Ricardo pudo nivelarse con su asignación en la comisión antidrogas: retrasó un vuelo a madrid durante cinco horas, al vaciar todas las maletas sin encontrar siquiera culantro de monte (+70 puntos). Pero su gran éxito llegó al dirigir una empresa de manufactura, la cual anunció la fabricación de 300.000 equipos al año, aunque realmente los compraba en china a dólar preferencial y los vendía en venezuela a dólar paralelo (+500 puntos).

Se espera que Ricardo pronto publique su primer álbum de reguetón, que se llamará «Ricardo, el Oficial». El video del single «La cosa más linda» será rodado en Choroní, con algunas tomas sobre edificios de Miami. Seguramente llegará al top ten de HTV en la primera semana.

01 julio 2012

Manteca Tres Cochinitos


Debí advertir desde el principio que el taxista tenía cara de masturbarse con libros de anatomía.

Lo tomé en el centro comercial, después de mi frustrada salida con Jéssica. Le había pedido a Jéssica compartir los gastos del taxi y del cine antes de saber que ella había ganado el Miss Cocodrilos. Hasta le extendí la palma de la mano para que me diera su parte del pago; un desastre, lo sé. Porque es conocido que las misses esperan que sus parejas paguen todo en las salidas al cine o a una discoteca, y que hay muchos babosos deseando hacerlo. Por eso me enrollé. El lío con las chamas lindas, sencillas y amables es que generan esa falsa sensación de tener chance con ellas. Pero la realidad era que yo, sin dinero ni carro, estaba en un nivel muy inferior al de mi compañera de estudios.

Para hablar claro: si Jéssica hubiera sido sólo la estudiante de administración de la Santa María, a mitad de la cinta ya nos hubiéramos dado los besos. Y después de un helado, nos hubiéramos ido a «estudiar» a mi casa. Pero con la Miss Cocodrilos, por primera vez vi toda una película en el fockin cine. Y mala, de paso.

Así que la mandé en un taxi a su casa, y yo elegí a un nova del 78' como transporte para la mía.

El carro aceleró rápidamente pese a estar destartalado. A medida que aumentaba la velocidad, la carrocería temblaba con más fuerza. Mis nervios se hicieron evidentes.

—Tranquilo, paisa, que nunca llego a cien —dijo el taxista guiñando el ojo—. Cuando llego a cien la temperatura del carro también lo hace.

Sonreí. El taxista era un negro alto con vestigios de acné en la cara, macizo más no corpulento. Iba vestido con un bluyín tan desgastado como su auto. El taxi tenía periódicos como alfombra, y orificios en el piso que mostraban el asfalto de la carretera. Ninguna luz interior encendía, ni siquiera del tablero, y las ventanas entreabiertas eran la única ventilación disponible.

―No es por eso ―dije con sonrisa insatisfecha―. Acabo de cagar una salida con una Miss Cocodrilos.

El chófer me miró decepcionado. Pocas veces había visto una mirada tan compasiva. Como si de verdad le hubiera importado mi comentario frívolo, dicho para evitar silencios, rellenar transiciones. No era necesaria tal sobreactuación, pero el tipo parecía dispuesto a seguir hablando con intensidad. Tomó una respiración larga, y soltó como si le apasionara el tema:

―Cónchale, primo, un varón de verdad no se pela ésas oportunidades. Mira, un varón se tiene que sentir seguro de sí mismo. Yo siempre ando seguro de mí mismo. Y mira que taxear a esta hora de la noche no es mango bajito con tanta moto porái. Por ejemplo, anoche venían unos choros por cada lado en la avenida esa del Makro de La Urbina. Ellos creían que no los había visto pero yo sí los vi. De día, si les das un coñazo vas preso, de una. Eso no es como antes que ibas a Fiscalía o Tránsito, ahora te llevan de una pa' La Planta o al Rodeo. Pero yo los mandé fue pa'l piso, y salí pirao. Los motorizados son unas mentes, papa. Son como los caballos, sólo ven pa'lante. Y cuando voltean es para quitarle lo que es de uno...

El taxista se inspiraba cada vez más. Pronunciaba cada sílaba abriendo mucho la boca, dejando ver un molar de oro que brillaba en su boca oscura, que me alarmó como una llamada telefónica a medianoche. Porque si hay tanto malandros «porái», ¿por qué este taxista mostraba tanto su diente de oro?

―Okey ―traté de matar la conversa―. Pero esta es una chama que está fuera de mi nivel. Las modelos siempre van pendiente de tipos con plata, y yo ni siquiera tengo real para pagar un taxi con aire acondicionado. Tú sabes cómo es.
―Ah, no, tú lo que estás es soyao, hermano―gritó, más intenso que nunca―. Yo no sé cuál es tu güiro. Si la jeva salió contigo es porque iba pendiente de algo, ¿o no? Y si después te manda a la mierda, qué diablos importa. Ya te la habrás cogido bien rico, y antes que otros babiecos, ¿no es así?

Miré la autopista. Pasamos por encima de restos de un perro muerto, triturado. Más bien carne molida esparcida sobre el asfalto, con trozos de patas y orejas. Si de aquella carne si hicieran salchichas, se llamarían con razón perros calientes.

―Tienes razón ―respondí para seguir la corriente―. Eres un hombre muy sabio.
―Que te lo digo yo, mi costilla. Aquí donde tú me ves, he cogido montones de culos que suben al taxi. Y culos buenos, ¿oíste?: catiras con tetas operadas, morenas, hasta gringas. Se montan, conversamos un ratico, le doy unas vueltas, pin-pun-pam, y al ratico caen. Yo creo que se fijan en el tamaño de mi güevo. Se dan cuenta, las muy sucias.

Yo sabía que estaba mintiendo. Era imposible que tipas que estaban ricas y hasta gringas se montaran en esa mierda de automóvil. Sin embargo, había algo que intimidaba en su seguridad para decir las cosas. Algo en su historia que parecía verídico.

―Ah, y chamitos también.
―¿Cómo?
―Hijitos de papá, como tú ―dijo con sonrisa macabra―. Al principio se hacen los machitos, me hablan de sus jevitas, y yo les hablo de las jevas que me he cogido. Y así, de repente, me comienzan a mirar el güevo. ¿Qué hago yo, varón? Me voy hacia La Florida, saco mi Manteca Tres Cochinitos, y los lanzo para el asiento de atrás. ¡Ay!, cómo le gusta a esos condenados que se los cojan bien duro, varón. Son los que más lo disfrutan, los sucios. Por eso siempre estoy preparado.

El taxista se inclinó hacia mi puesto de copiloto, y abrió la guantera. Adentro había un envase de Manteca Tres Cochinitos con evidente uso. El polvo se había adherido sobre la capa de grasa amarillenta, mientras la luz de la guantera dejaba ver huellas digitales dispersas, como una fockin luz fluorescente de películas de detectives.

Miré hacia afuera. Estábamos camino a La Florida, o a cualquier lado que no era mi casa. Entonces, finalmente, reparé en el entrepierna del taxista. El tipo había sacado su miembro del pantalón, y éste formaba, erecto, una C que terminaba en su ombligo. Pero había algo más asqueroso: un denso bosque de vello negro recorría la pelvis, el escroto y parte del pene, e incluso se expandía al abdomen.

Traté de abrir la puerta pero estaba trancada. La ventana tampoco tenía manilla. Entré en pánico, por supuesto. Yo no estaba preparado para una penetración anal, nunca lo estuve. Una vez un amigo me agarró una nalga en pleno centro comercial, y me sentí tan humillado que comencé a llorar allí mismo. También le hice jurar que nunca más volviera a hacerlo.

El taxi se detuvo. El chófer destapó una navaja cromada con una mica de piel de leopardo, y me dijo:

―Pásate para atrás, becerro.

En ese momento exacto comencé a llorar. No era un llanto común, básico. Era escandaloso, atorrante, con gritos exagerados y flema que excretaba por la nariz y chorreaba por mi boca. Tampoco era un llanto consciente. Podía tornarse agudo o grave como el rebuzno de un burro, como cuando pinocho se supo perdido y le comenzaron a a salir las pezuñas. Me bajé los pantalones, y comencé a untar mi ano con Manteca Tres Cochinitos. También mi pene. Antes de darme cuenta, todo mi cuerpo estaba desnudo y engrasado como una cadena de bicicleta, como si todo mi cuerpo fuera un condón recién sacado del estuche. Todo esto mientras lloraba, por supuesto. Mi llanto de «jabonofóbico» trastornado al que le cortan el agua en la ducha justo cuando está todo enjabonado.

El taxista se pasó a asiento trasero e intentó agarrarme los brazos. Pero yo estaba tan lubricado que sus manos resbalaron y no pudo sujetarme. El tipo gritó molesto y trató de tomarme por la cintura. Tampoco pudo, y en el tirón se golpeó la cara. Yo seguía llorando a moco suelto y el tipo refunfuñaba como loco porque sus manos resbalaban una y otra vez, porque yo estaba manchando sus butacas de manteca, porque el olor a manteca vencida se era bastante insoportable. En un arrebato de enojo, el taxista golpeó con fuerza el asiento del piloto y éste se despegó de la carrocería.

Eso pareció ser el colmo. Aquella imagen de su auto destruido junto con mi aspecto gusanesco debió arruinar la erección de mi potencial amante. Sólo sé que el tipo abrió la puerta del taxi, me pateó a la calle, y arrancó a toda velocidad.

Y, la semana siguiente, salí de nuevo al cine con Jéssica, la Miss Cocodrilos. Repartimos gastos y a ella no pareció importarle. Pero esta vez tomamos juntos un taxi de línea del centro comercial.