23 enero 2015

Rutina




Vivir en Venezuela es un acto de fe.

Voy a recargar la tarjeta del Metro y la cajera me informa de mala gana que está suspendido, que compre un boleto. Yo pienso que el boleto es importado y genera mucha más basura que una tarjeta recargable, pero no digo nada.

A las 7 de la mañana nunca hay personas desesperadas pidiendo dinero porque no consiguen una medicina para su hijo, o les diagnosticaron alguna desgracia y nadie los contrata. Qué extraño. Hay más gente que lee periódicos privados que oficiales, otros que sólo escuchan música en su audífono, una sola persona que lee un libro y nadie que hable de política.

Hay mucha gente con caspa, pero creo que se debe a la escasez de champú. Yo pienso en los pañales que faltan y que nuestro bachaquero de confianza nos dijo que están «escasísimos». Como si el superlativo anunciara un «no existe», «olvídalo» o «es más fácil conseguir un Toyota a precio regulado».

Yo quería un carro nuevo, pero ahorrar en Venezuela es un acto de fe.

Susana y yo nos rumbeamos las utilidades ante la imposibilidad de invertirlas en un automóvil, subastar dólares en SICAD 2 o comprar un aire acondicionado de 12.000 BTU en Plan Suárez. Ni un par de pasajes de avión, siquiera.

Decidimos desconectarnos en Pui Puy, una playa en la península de Paria, estado Sucre, que resultó ser un paraíso: posada frente a la playa, arena blanca, agua transparente, cero 3G ni TV ni WiFi. El clima nos sonrió y estuvo soleado todo el tiempo. Sólo un ratón que vivía en algún sitio del baño me incomodaba en ocasiones. Pero los zancudos nos trataron bien y hasta olvidé la chicunguya. De 20 cabañas sólo había dos ocupadas (la otra por cuatro jóvenes americanos) y quizás eso garantizó que la atención fuera muy esmerada. La habitación nos costó (temporada baja) Bs. 2300 la noche, y el desayuno y almuerzo diario nos costó Bs. 1000 adicional por los dos. La comida fue generosa y buena. Y todos los días pedimos café a domicilio en nuestra cabaña.

Debo confesar que la idea de ir a Pui Puy era también un reto personal. Quería demostrarme a mí mismo que Susana y yo podíamos seguir siendo atrevidos y salir a recorrer el país, a pesar de tener una hija de 5 meses y un Ford Fiesta con casi 120 mil kilómetros.

Claro, antes del viaje le hicimos revisión a fondo, porque hacer turismo en Venezuela es un acto de fe.

El carro comenzó a dar problemas durante el regreso. Las revoluciones se volvían locas cada vez que aceleraba, y el motor no terminaba de andar. De repente, con el pedal a fondo, el carro perdía la potencia y comenzaba a detenerse, como si estuviera en neutro. Se apagó un par de veces; la primera, la más espeluznante, frente a un basurero media hora después de Carúpano. Yo pensé mil veces en lo que le pasó a Mónica Spears en la autopista de Puerto Cabello, y me veía agujerado con Susana y a mi hija vendida en 20 mil bolívares. No sé cómo logramos llegar a Lecherías, y desde entonces el carro ha funcionado como si nada.

Me bajo en la estación Miranda, antes Parque del Este, y el cielo es azul profundo. Dos guacamayas azules y rojas gorjean en el aire. Los motorizados comienzan a poblar la acera como estacionamiento. Por eso, ser ciudadano en Caracas es caminar por la calle, como hago siempre en la cuadra de mi casa. Pero mi oficina queda en Los Palos Grandes y todavía hay un poco de respeto. Sólo un poco. Paso por el espacio que dejan las motos estacionadas, y subo las escaleras hacia la torre.

¿En cuánto conseguiré el kilo de pechuga de pollo sin hueso? Hace un año estaba en Bs. 120 y hace una semana la compré en Bs. 370. Compré casi 7 kilos (por si acaso desaparece) y la cuenta salió en medio salario mínimo. Hay gente que dice que es mejor almorzar en la calle para no gastar los inventarios propios.

Saco el carnet. Otro día comienza.

06 enero 2015

Movimiento de Prioridad Masculina



El robot me miraba como si yo fuera un abogado de la familia. Estaba allí sentado, al lado de mi cama, como quien no quiere la cosa. No me asusté. Ciertamente, es extraño despertarse y ver a una máquina de hojalata en la silla de la peinadora, pero yo estaba ansioso de experiencias fuera de lo común. Estaba harto de ver a gente idiota que ama una reunión de condominio para intervenir porque consideraba injusta la cuota de reparación del elevador. De hecho, había jurado que si volvía a ver a otra mujer con ropa de gym y zapatos running en un centro comercial, iba a comenzar a matar gente.

El colmo había sido cuando una organización política de izquierda denunció la discriminación sexual en la que incurría el gobierno al diferenciar los géneros sexuales cada vez que utilizaba el plural, y fue nefastamente reprimida. La ONG dejó al desnudo que el gobierno siempre nombraba primero al género femenino, y eso no podía ser, porque debía haber un equilibrio entre los sexos. La ONG exigía que cada vez que se nombrara primero a las mujeres, en la siguiente referencia de debía dar prioridad al sexo masculino. Por eso se llamaba así: Movimiento de Prioridad Masculina.

Aquello fue un boom mediático. Yo quise también formar parte de aquella igualdad de género. Por eso me enamoré irremediablemente de mi mejor amigo, aun cuando no me atraían sexualmente los hombres. Yo estaba tan comprometido con la causa, que un día le declaré mi amor mientras jugábamos Super Nintendo. Él me dio ron y me llevó adonde las putas.

Juro que esa noche hice el amor con Spiderman. Me di cuenta cuando agarré a la chica por la cintura y me pareció que tenía dos rodillas en cada pierna. Sus piernas me rodeaban pero con dos vértices en lugar de uno, es decir, cada pierna formaba un triángulo independiente que atrapaba las mías. No sé por qué eso me excitó más. Su cuerpo estaba lleno de telarañas, pegajoso, y yo besaba su cuello como quien come un algodón de azúcar. Acabé prometiendo no usar más nunca insecticidas.

Volví a casa y dormí no sé cuántas horas. Y al abrir los ojos, encontré al puto robot con el que comencé esta historia. Cuando me incorporé a la cama me puso unas esposas. Intenté seducirlo, pero esa fría hojalata no tenía sentimientos. Me llevó al Ministerio de la Verdad a que me retractara sobre la Prioridad Masculina. Yo me monté en el escritorio para decir unas palabras eufóricas, pero me dieron unos porrazos y me metieron en el calabozo. La cárcel era un lugar sucio, pero el papel higiénico era más suave que el de mi casa. Yo no estaba solo allí,  por supuesto. De inmediato comencé a simpatizar con mis compañeros de celda, algunos también miembros del movimiento que yo había apoyado individualmente. Al principio, las orgías eran descomunales, pero con los días comencé a notar que a mis compinches se le hundía la cara. Es decir, la cabeza seguía normal, pero los ojos, nariz y boca estaban más hundidos, sobresaliendo únicamente los pómulos y la quijada. Al principio, yo no entendí el motivo, pero no tardé mucho en descifrar que los carceleros nos modificaban físicamente para que no pudiéramos besarnos ni chocar nuestras narices.

Un día un guardia nos gritó «Cabezas Chuecas», y yo lo agarré por entre los barrotes y le escupí toda la cara. Me sentenciaron a cursar de nuevo el bachillerato, debido a que misteriosamente faltaba una nota de séptimo grado. Lo extraño es que yo había culminado entonces la universidad y trabajaba en una oficina del gobierno. Pero no hubo nada que hacer y, al darme cuenta, ya tenía uniforme y morral listo para la escuela. Todos los días un oficial me escoltaba desde la cárcel al liceo y viceversa. Por miedo a que se burlaban de mi cara hundida, conseguí una máscara de Carnaval, de Tortuga Ninja, y me la coloqué para ir al colegio. Al principio, los chicos me miraban raro, porque el esnobismo es una característica de los niños mayores a ocho años, o al menos mis amigos y yo lo éramos en aquella época. Pero ahora por mi look adulto, vellos, tono de voz, y porque les ofrecía crack en los recreos, pasé rápidamente de simple «fenómeno» a «viejo cool». Por eso fue muy fácil convencerlos del movimiento prioritario. Yo era su maldito héroe dándoles una nueva visión del mundo, y ellos se lo tragaron todo, tanto, que mi fama se regó por todos los colegios de la ciudad. Y cuando digo todos son todos. Desde los liceos sifrinos donde grababan series de televisión, hasta las escuelas técnicas donde los estudiantes llegaban haciendo acrobacias en motos chinas de baja cilindrada.

Pronto, me hice tan popular que no necesité redes sociales para que los niños salieran a destrozar la calle. Fue una locura. Decenas de miles de prepúberes llenaron las plazas de la ciudad, masturbaron efigies, cogieron masivamente a gárgolas y querubines, quemaron toda representación femenina desde vírgenes hasta palomas, con más saña hacia las palomas, a las que atraían con migas de pan y luego les echaban gasolina para prenderlas. En fin, un desastre que yo no sabía si tenía que ver con el movimiento prioritario porque realmente nunca lo supe, yo sólo quise hacer algo distinto, no ver más nunca a una niña tomándose una autofoto ni una película 3D. Por eso para mí fue una victoria, sobre todo cuando los robots de orden público miraban a la turba infantil destruir las plazas sin poder hacer nada, porque cómo iban a atacar a infantes con bombas lacrimógenas y perdigones si eso estaba muy mal visto, y yo desde la cárcel fui muy feliz viendo por fin a esas frías hojalatas perder por lo menos una vez en la vida, sin poner esposas ni atemorizar con sus miradas, más bien empezar a correr porque la horda de niños comenzaban a perseguirlos como una manada de arañas, hambrientos, unos sobre los otros, como si tuvieran dos rodillas, y de allí nadie los iba a salvar.