21 octubre 2012

El virus de la Bolsa Plástica amenaza a los buhoneros

Tomasa vendía piñas en el mercadito de los domingos. Era negra y fuerte, el medio cuerpo faltante de la dueña de Tom, la tipa que gritaba «Tomásssss» pero le tenía terror a Jerry. Bueno, Tomasa era idéntica a esa tipa, con el estereotipado vestido de flores y las chancletas desgastadas que solían pintarle los racistas dibujantes de Hanna-Barbera, pero sin el jazz de fondo, por supuesto. Hasta la voz era igualita, pero en lugar de «Tomásssss», solía gritar a los clientes: «Piña a veinte, no se empujen, hagan la cola, todo barato», aun cuando no hubiera nadie comprando sus frutas. A pesar de ello, no le iba mal. Hacía suficiente dinero a la semana como para comprarse una camioneta Chevrolet Captiva 2008, y un LED Samsung 42 pulgadas. Pero así como el efectivo entraba rápido, rápido también se iba. Por eso Tomasa repetía siempre: «Algún día, cuando tenga full dinero, me voy a comprar...», y completaba la frase con un apartamento en el este de Caracas, un pasaje a Hawai, o una cena en un restaurante de carnes caro y famoso, como La Estancia o El Rucio Moro. Por eso, ya en el hospital, cuando se enteró de que la epidemia se había desatado a través de las pequeñas bolsas de plástico verde, se lamentó de no haber comprado las marrones grandes, más caras pero más resistentes.

Se sabe que el virus de la «Bolsa Plástica», como la prensa la ha llamado últimamente, comenzó en las inmediaciones del Unicentro El Marqués, en los vendedores ambulantes de las inmediaciones del Metro la California. Se presume que un sujeto con inclinaciones psicóticas introdujo en la Fábrica Nacional de Bolsas Plásticas (FaNBoP) una sustancia ilícita que reacciona químicamente con el calor producido a la exposición al sol, afectando a las personas que manipulan gran cantidad de dichas bolsas en un lapso reducido de horas. Lo curioso es que la sustancia contaminante sólo se vertió en las bolsas tipo B-22, es decir, las bolsas verdes pequeñas, utilizadas exclusivamente por los vendedores ambulantes de la ciudad de Caracas.

Para colmo, Robinson, el tipo que vendía yuca en el mercadito del Líder de los domingos, comenzó ayer una huelga de hambre frente al Ministerio de Alimentación para lograr una indemnización humanitaria por el resto de su vida, ya que el virus de la «Bolsa Plástica» le afectó la movilidad del párpado izquierdo, y así no podía pelar la yuca. Incluso se rió cuando dijo «Pelar la yuca», porque dijo disfrutar el doble sentido de su trabajo.

El ministro apareció en la tele dos horas después. Dijo que una indemnización así tenía que estudiarse, porque los damnificados de las lluvias de hace dos años seguían en los refugios, y todo el presupuesto se esfumó por las [elecciones] presidenciales. Lo que sí prometía era hacer justicia. Yo le creí al tipo porque, cuando duerme, le busca explicación a los sonidos de la noche. Una vez se asomó por la ventana a las 2:00 a.m. para confirmar el golpeteo de un pájaro carpintero, que su esposa asignaba a un alma en pena.

Lo que no puede explicar es que, aunque las aceras ahora están despejadas y limpias, la gente reclama porque vuelvan los buhoneros. Un vecino de La California admitió que antes podía salir de su casa sin desayunar, porque en la calle encontraría al vendedor de pastelitos. Ahora debe comprar pan, boloña y jugo de un litro en la panadería, lo que está descosiendo su salario. Ni que decir de las personas que buscan coladores, pantaletas, tazas para la licuadora, cargadores de teléfonos o controles remotos universales: ahora ni siquiera saben dónde los venden.

Eso sí, el tipo que vende cartón de huevos se ha hecho millonario. Aumentó el precio porque supuestamente son más grandes, aunque los compra contrabandeados de Colombia. No es un tipo en quien confiar: suele colocar el pie en las puertas del metro para que no se cierre.

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