en algún punto de los noventa, los pantalones a nivel del ombligo pasaron de moda, pero yo nunca me enteré. supongo que fue mi culpa: mi madre era entonces mi asesora de imagen, y ella vio muchas películas de clint eastwood.
yo tenía trece años, y era el más sobresaliente del salón, con un impresionante promedio de 19.6 sobre 20. era nerd, sí, pero en la primaria había sido buen jugador de fútbol y de atletismo, habilidades que fui perdiendo en el transcurso del bachillerato. para rematar mi seguridad, el ortodoncista me puso aparatos y el oftalmólogo lentes. pronto johana, mi mejor amiga súper linda, se fue distanciando hasta no saber más de ella.
pero yo me negué. me pareció un abuso de su parte, una humillación. yo era delegado del salón, y ostentaba una moral poco cuestionable: meses antes, le había echado paja a mi grupo de amigos porque se montaron sobre las mesas a bailar en pleno recreo. ahora sentía que se vengaban.
voy a justificarme: con trece años de edad yo me la pasaba viendo comiquitas infantiles de cartoon network, y la programación completa de discovery kids, que incluía el «el cartero pat» y «artemanía». con mi hermana construimos un castillo de cincuenta centímetros de alto con puro rollos de papel tualé.
a los trece fue el primer gran cambio de mi vida. perdí a mi único amigo de entonces, y me volví más solitario. pero descubrí la salitre como combustible, los paseos en bicicleta al atardecer, el sol que me puso más moreno. y descubrí la literatura, de la mano de dos joyas: pedro páramo y crónicas marcianas.
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