Debí advertir desde el principio que el taxista tenía cara de masturbarse con libros de anatomía.
Lo tomé en el centro comercial, después de mi frustrada salida con Jéssica. Le había pedido a Jéssica compartir los gastos del taxi y del cine antes de saber que ella había ganado el Miss Cocodrilos. Hasta le extendí la palma de la mano para que me diera su parte del pago; un desastre, lo sé. Porque es conocido que las misses esperan que sus parejas paguen todo en las salidas al cine o a una discoteca, y que hay muchos babosos deseando hacerlo. Por eso me enrollé. El lío con las chamas lindas, sencillas y amables es que generan esa falsa sensación de tener chance con ellas. Pero la realidad era que yo, sin dinero ni carro, estaba en un nivel muy inferior al de mi compañera de estudios.
Para hablar claro: si Jéssica hubiera sido sólo la estudiante de administración de la Santa María, a mitad de la cinta ya nos hubiéramos dado los besos. Y después de un helado, nos hubiéramos ido a «estudiar» a mi casa. Pero con la Miss Cocodrilos, por primera vez vi toda una película en el
fockin cine. Y mala, de paso.
Así que la mandé en un taxi a su casa, y yo elegí a un nova del 78' como transporte para la mía.
El carro aceleró rápidamente pese a estar destartalado. A medida que aumentaba la velocidad, la carrocería temblaba con más fuerza. Mis nervios se hicieron evidentes.
—Tranquilo, paisa, que nunca llego a cien —dijo el taxista guiñando el ojo—. Cuando llego a cien la temperatura del carro también lo hace.
Sonreí. El taxista era un negro alto con vestigios de acné en la cara, macizo más no corpulento. Iba vestido con un bluyín
tan desgastado como su auto. El taxi tenía periódicos como alfombra, y orificios en el piso que mostraban el asfalto de la carretera. Ninguna luz interior encendía, ni siquiera del tablero, y las ventanas entreabiertas eran la única ventilación disponible.
―No es por eso ―dije con sonrisa insatisfecha―. Acabo de cagar una salida con una Miss Cocodrilos.
El chófer me miró decepcionado. Pocas veces había visto una mirada tan compasiva. Como si de verdad le hubiera importado mi comentario frívolo, dicho para evitar silencios, rellenar transiciones. No era necesaria tal sobreactuación, pero el tipo parecía dispuesto a seguir hablando con intensidad. Tomó una respiración larga, y soltó como si le apasionara el tema:
―Cónchale, primo, un varón de verdad no se pela ésas oportunidades. Mira, un varón se tiene que sentir seguro de sí mismo. Yo siempre ando seguro de mí mismo. Y mira que taxear a esta hora de la noche no es mango bajito con tanta moto
porái. Por ejemplo, anoche venían unos choros por cada lado en la avenida esa del Makro de La Urbina. Ellos creían que no los había visto pero yo sí los vi. De día, si les das un coñazo vas preso, de una. Eso no es como antes que ibas a Fiscalía o Tránsito, ahora te llevan de una pa' La Planta o al Rodeo. Pero yo los mandé fue pa'l piso, y salí
pirao. Los motorizados son unas mentes, papa. Son como los caballos, sólo ven pa'lante. Y cuando voltean es para quitarle lo que es de uno...
El taxista se inspiraba cada vez más. Pronunciaba cada sílaba abriendo mucho la boca, dejando ver un molar de oro que brillaba en su boca oscura, que me alarmó como una llamada telefónica a medianoche. Porque si hay tanto malandros «porái», ¿por qué este taxista mostraba tanto su diente de oro?
―Okey ―traté de matar la conversa―. Pero esta es una chama que está fuera de mi nivel. Las modelos siempre van pendiente de tipos con plata, y yo ni siquiera tengo real para pagar un taxi con aire acondicionado. Tú sabes cómo es.
―Ah, no, tú lo que estás es
soyao, hermano―gritó, más intenso que nunca―. Yo no sé cuál es tu
güiro. Si la
jeva salió contigo es porque iba pendiente de algo, ¿o no? Y si después te manda a la mierda, qué diablos importa. Ya te la habrás cogido bien rico, y antes que otros babiecos, ¿no es así?
Miré la autopista. Pasamos por encima de restos de un perro muerto, triturado. Más bien carne molida esparcida sobre el asfalto, con trozos de patas y orejas. Si de aquella carne si hicieran salchichas, se llamarían con razón perros calientes.
―Tienes razón ―respondí para seguir la corriente―. Eres un hombre muy sabio.
―Que te lo digo yo, mi costilla. Aquí donde tú me ves, he cogido montones de culos que suben al taxi. Y culos buenos, ¿oíste?: catiras con tetas operadas, morenas, hasta gringas. Se montan, conversamos un ratico, le doy unas vueltas, pin-pun-pam, y al ratico caen. Yo creo que se fijan en el tamaño de mi
güevo. Se dan cuenta, las muy sucias.
Yo sabía que estaba mintiendo. Era imposible que tipas que estaban ricas y hasta gringas se montaran en esa mierda de automóvil. Sin embargo, había algo que intimidaba en su seguridad para decir las cosas. Algo en su historia que parecía verídico.
―Ah, y chamitos también.
―¿Cómo?
―Hijitos de papá, como tú ―dijo con sonrisa macabra―. Al principio se hacen los machitos, me hablan de sus
jevitas, y yo les hablo de las
jevas que me he cogido. Y así, de repente, me comienzan a mirar el
güevo. ¿Qué hago yo, varón? Me voy hacia La Florida, saco mi Manteca Tres Cochinitos, y los lanzo para el asiento de atrás. ¡Ay!, cómo le gusta a esos condenados que se los cojan bien duro, varón. Son los que más lo disfrutan, los sucios. Por eso siempre estoy preparado.
El taxista se inclinó hacia mi puesto de copiloto, y abrió la guantera. Adentro había un envase de Manteca Tres Cochinitos con evidente uso. El polvo se había adherido sobre la capa de grasa amarillenta, mientras la luz de la guantera dejaba ver huellas digitales dispersas, como una
fockin luz fluorescente de películas de detectives.
Miré hacia afuera. Estábamos camino a La Florida, o a cualquier lado que no era mi casa. Entonces, finalmente, reparé en el entrepierna del taxista. El tipo había sacado su miembro del pantalón, y éste formaba, erecto, una C que terminaba en su ombligo. Pero había algo más asqueroso: un denso bosque de vello negro recorría la pelvis, el escroto y parte del pene, e incluso se expandía al abdomen.
Traté de abrir la puerta pero estaba trancada. La ventana tampoco tenía manilla. Entré en pánico, por supuesto. Yo no estaba preparado para una penetración anal, nunca lo estuve. Una vez un amigo me agarró una nalga en pleno centro comercial, y me sentí tan humillado que comencé a llorar allí mismo. También le hice jurar que nunca más volviera a hacerlo.
El taxi se detuvo. El chófer destapó una navaja cromada con una mica de piel de leopardo, y me dijo:
―Pásate para atrás, becerro.
En ese momento exacto comencé a llorar. No era un llanto común, básico. Era escandaloso, atorrante, con gritos exagerados y flema que excretaba por la nariz y chorreaba por mi boca. Tampoco era un llanto consciente. Podía tornarse agudo o grave como el rebuzno de un burro, como cuando pinocho se supo perdido y le comenzaron a a salir las pezuñas. Me bajé los pantalones, y comencé a untar mi ano con Manteca Tres Cochinitos. También mi pene. Antes de darme cuenta, todo mi cuerpo estaba desnudo y engrasado como una cadena de bicicleta, como si todo mi cuerpo fuera un condón recién sacado del estuche. Todo esto mientras lloraba, por supuesto. Mi llanto de «jabonofóbico» trastornado al que le cortan el agua en la ducha justo cuando está todo enjabonado.
El taxista se pasó a asiento trasero e intentó agarrarme los brazos. Pero yo estaba tan lubricado que sus manos resbalaron y no pudo sujetarme. El tipo gritó molesto y trató de tomarme por la cintura. Tampoco pudo, y en el tirón se golpeó la cara. Yo seguía llorando a moco suelto y el tipo refunfuñaba como loco porque sus manos resbalaban una y otra vez, porque yo estaba manchando sus butacas de manteca, porque el olor a manteca vencida se era bastante insoportable. En un arrebato de enojo, el taxista golpeó con fuerza el asiento del piloto y éste se despegó de la carrocería.
Eso pareció ser el colmo. Aquella imagen de su auto destruido junto con mi aspecto gusanesco debió arruinar la erección de mi potencial amante. Sólo sé que el tipo abrió la puerta del taxi, me pateó a la calle, y arrancó a toda velocidad.
Y, la semana siguiente, salí de nuevo al cine con Jéssica, la Miss Cocodrilos. Repartimos gastos y a ella no pareció importarle. Pero esta vez tomamos juntos un taxi de línea del centro comercial.