Casi nadie quiere morirse. Pero me perturba la idea de que Chávez haya manejado tan mal el tema de su propia muerte. Desapareció durante tres meses, y luego anunciaron su fallecimiento. Al contrario de Bolívar, no dejó una última proclama. Tampoco perdonó a sus oponentes. No invirtió sus bienes materiales, porque el petróleo estaba a más de cien dólares por barril.
Trato de pensar por qué Chávez participó en la contienda electoral de 2012 estando enfermo. No le veo sentido. Cualquier miembro del PSUV podía ganar con su apoyo, pero prefirió lanzarse él, postergando exámenes médicos mientras aseguraba que estaba sano.
Mucho menos tiene sentido que un tipo que estuvo al aire durante siete meses en catorce años, no hiciera ninguna aparición pública durante sus últimos tres meses de vida. El gobierno asegura que se mantuvo trabajando, como coartada perfecta para negar una falta absoluta.
Chávez deja un país militarizado, donde tipos con armas de guerra comen helados Freshberry dentro de centros comerciales. Un país lleno de subsidios a la población, desde la gasolina (prácticamente gratis), precios de alimentos controlados, y bonos a adolescentes embarazadas, hasta un férreo control cambiario que ha enriquecido a la nueva burguesía estatal, tanto como a la vieja. Nunca se combatió al latifundio, no existen nuevas empresas básicas, se importaron millones de netbooks hasta el 2012 diciendo que se producían en casa. Existe libertad de prensa, pero también vigilancia y hostigamiento político a los trabajadores públicos, quienes deben asistir a marchas del gobierno para evitar humillantes despidos, en los cuales son tratados como delincuentes comunes, al más puro estilo checo.
Durante un tiempo, pensé que Chávez realmente soñaba con la integración latinoamericana. Eventualmente, entendí que sólo quiso un espacio del continente donde pudiera ejercer su influencia, y ganar reputación mundial. Por eso, nunca permitió el surgimiento de un liderazgo regional dentro del partido de gobierno, donde él fue la voz decisiva. Gobernó sin pensar en la alternabilidad democrática, y aprovechó la constitución para ejecutar leyes orgánicas desde el Poder Ejecutivo.
Las similitudes con el Gran Hermano de Orwell no son pocas: acusó de sabotaje las fallas en el suministro eléctrico y accidentes petrolero, según él, planeados por potencias extranjeras. También solía amenazar con el regreso de la "Cuarta República" (gobierno anterior al de Chávez) si no apoyaban su candidatura. Sus fotografías colapsaron empresas y oficinas públicas. Muchos de sus discursos, en lugar de amor, parecieron los famosos "dos minutos de odio" de la novela 1984. Ni hablar del desabastecimiento de productos básicos, sustituidos por versiones del "Café de La Victoria". Todo esto, aderezado con la promesa de un lugar mejor cuando acabara "La Guerra".
Chávez parecía indestructible. Yo estaba convencido de que gobernaría hasta más allá del 2019, en gran parte, por su gran poder evangelizador. El voto en Venezuela dejó de ser ideológico para volverse emocional. Eso hizo más fuerte a Chávez. No necesitó ser ponderado por la cantidad y calidad de sus obras, ni presentar planes de gobierno, y mucho menos realizar debates electorales. Tuvo carta libre porque no había forma de que no tuviera razón.
“Algún filósofo dijo, no me acuerdo quién: la función debe continuar, con nuestros dolores, nuestros pesares y nuestros muertos”, mencionó Chávez en referencia a la tragedia de Amuay, el peor accidente petrolero de la historia venezolana, en agosto de 2012. Y lo dijo en plena campaña electoral, enfermo, y sabiendo que le quedaban pocos meses de vida. ¿Por qué no dio un paso atrás, y se fue a vivir esos últimos meses con su familia en Sabaneta? ¿Por qué nunca dijo la verdad?
Una cosa sí aprendimos de todo esto: Cuba no parece ser el lugar más apropiado para tratarse de cáncer, después de todo.
Una cosa sí aprendimos de todo esto: Cuba no parece ser el lugar más apropiado para tratarse de cáncer, después de todo.
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