Antonio era un entusiasta de la lactancia materna, aunque le fascinaba de una manera poco ortodoxa. Me explico: Antonio no tenía hijos, ni siquiera sobrinos pequeños o amigos que tuvieran niños pequeños. A decir verdad, Antonio ni siquiera tenía amigos. Sólo le gustaba mirar a las mujeres que exponían sus pechos para alimentar a sus crías en los vagones del metro. Eso es todo. Y les dedicaba toda su atención, casi hasta llegar a los límites del morbo, de lo enfermizo. Por ejemplo, nuestro héroe mostraba un extraño entusiasmo cuando la madre ajustaba la posición del bebé y el seno apretaba toda la cara del lactante. O cuando el bebé no conseguía chupar y Antonio daba un par de pasos para ayudar a la mamá pero luego se reprimía, y entonces desde la distancia le daba indicaciones para mejorar la posición del bebé y el agarre del pezón, entre otros técnicas.
Nuestro héroe no se daba cuenta de que su actitud frente a la lactancia materna incomodaba terriblemente a los demás pasajeros, quienes consideraban que una conducta
normal era desviar la mirada cuando una madre amamantaba a su hijo en público.
Pero a Antonio le parecía muy
normal contemplar extasiado «el fabuloso acto de dar pecho», como solía describir en su libreta personal, un utensilio con el que luego intentaron incriminarlo como un enfermo sexual. Sucedió una tarde cuando a una mamá no le gustó la mirada hipnotizada de Antonio, y le pidió con muy poco tacto que echara la vista hacia otro lado. La madre dijo algo como:
—Mira para otro lado, huevón
Pero Antonio no acató la orden, porque era un amante de la libertad. Y si ella era libre de alimentar a su criatura en un vagón del metro, él también tenía derecho de presenciar aquel hermoso espectáculo.
Un puñetazo desconocido lo mandó a Emergencias, y después la policía lo retuvo tres días en una celda de la jefatura, donde Antonio aprendió a acatar la lección aunque no la entendiera.
Las siguientes semanas fueron muy duras para nuestro héroe. El no poder mirar a las mujeres dando pecho lo tenía destrozado, intranquilo. Antonio intentó cubrir su necesidad con videos de Youtube, pero no era lo mismo. En Youtube censuraban el pezón de la madre o lo mostraban en caricaturas, y si buscaba en otros sitios, seguramente terminaba en páginas pornográficas, que era lo que menos quería Antonio, porque descargaban virus que le ponían lenta la PC.
Ya estaba a punto de volverse loco cuando un día, mientras estaba echado en la bañera, vio su propio pecho salir entre el agua. Con los años, el pecho de Antonio había acumulado algo de grasa, y podría decirse que las tetillas sobresalían como témpanos de hielo. Entonces nuestro héroe decidió lo evidente: ponerse implantes de senos. Pero no serían convencionales, sino una prótesis rellenas de leche, cuyo contenido pudiera reabastecerse cuando Antonio bebiera el líquido mientras presionara un punto exacto de la garganta. ¿Genial, no?
Nuestro héroe investigó durante semanas sobre bioingeniería, y finalmente realizó un diseño con todas las de la ley. Concertó una cita con un famoso cirujano plástico, y al ver el diseño éste le dijo boquiabierto:
—Esto es una idea de un millón de dólares.
—Lo sé —respondió Antonio—. Pero quiero que me la haga a mí.
—Pero no sé si estás entendiendo. Normalmente vienen hombres a ponerse tetas, es normal, pero nadie nunca había venido con una idea. ¡Esto puede ayudar a miles de mujeres que se practican masectomía por prevención al cáncer! ¡Te hará famoso!
—Sí, está bien. Pero quiero que me la haga a mí.
Como Antonio no tenía dinero para costear la cirugía, el doctor ofreció hacérsela gratis, siempre que Antonio le regalara la patente y firmara un contrato notariado para no reclamarla después. Nuestro héroe firmó contentísimo, e incluso le dio al doctor todos los bocetos que hizo a mano.
Pero ya operado y en recuperación, Antonio se encontró con otro inconveniente: ¿cuál bebé pondría a chupar sus nuevos senos si él no tenía niños? Antonio se obstinó por dedicarse sólo al diseño de sus tetas y no pensar en el bebé. Un trámite de adopción tardaría años, y más para un hombre con senos. Fabricar uno tardaría nueve meses al menos, más el tiempo de disputa con la madre por la custodia y otros rollos legales. Y ni pensar en robarlo o pagarle a una enfermera, nuestro héroe era un tipo demasiado correcto para esas cosas.
Pero esa noche, en pleno hospital, mientras transmitían «Pinocho» en la TV, Antonio supo que no necesitaba a un niño de verdad. Después de todo, no le gustaban los niños ni los adultos, y algún día el niño se convertiría en adulto y dejaría de chupar sus pechos. Así que, apenas Antonio pudo levantarse y caminar, fue a una tienda de juguetes y se compró a un bebé que tomaba teteros. Y ya en casa, ajustó la boca del bebé con un cuchillo para que calzara en sus pezones hinchados, y movió la palanca de su espalda a «Encendido».
Fue un momento hermoso, idílico. Antonio sintió cómo la leche metida en su implante era succionada por su bebé ficticio, y fue feliz. Nada era más fabuloso que ver el acto de dar pecho, hasta que lo experimentabas en primera persona, y te dabas cuenta de que habías perdido tu tiempo por miedo a lo que dijeran los demás, o por terror a que te botaran del trabajo, pero uno tenía que hacer lo que lo hiciera feliz, y nuestro héroe era más feliz que nunca.
Claro, apenas terminó el reposo y fue a trabajar, fue despedido de inmediato. Antonio había sentido la mirada incisiva de todos sus compañeros de trabajo apenas llegó al edificio, pero decidió no prestarle atención, porque igual nunca lo habían tratado con cariño. Y pensó que sólo importaba lo que dijera la Jefa de Recursos Humanos, quien, como alta jerarca de una empresa trasnacional que se jactaba de ser novedosa, lo entendería.
No les voy a mentir, Antonio se sorprendió con la noticia. Le había dedicado 16 años desde que comenzó en un
callcenter, y ahora le daban una patada por el trasero sólo por participar en un «revolucionario proyecto de medicina que iba a salvar miles de vidas», como osó en decirle a la Jefa de Recursos Humanos. Pero nada iba a destruir su felicidad. Así que agarró una caja, guardó sus cosas, y salió con la cabeza bien alta por la misma puerta por donde fueron despedidos estafadores y corruptos.
Sin embargo, ya en el metro, Antonio no podía estar más cabizbajo. Ni siquiera su bebé de juguete chupando de su implante le devolvía alegría a su corazón. Pero, entonces, una joven clara, de pelo castaño, un poco tonta y acento aristocrático, se sentó a su lado, y le dijo con emoción en su rostro:
—Me parece muy valiente lo que estás haciendo.
Y Antonio no sabía a qué se refería ella pero estaba tan sensible y sintió tanta ternura por esas palabras que comenzó a llorar. Y la joven clara medio tonta lo abrazó, y comenzó a llorar también, y le dijo cosas que Antonio ya no entendió pero que dijo que sí, y quizás por eso nuestro héroe terminó cogiéndosela esa misma noche, y mientras la penetraba ella apretaba las tetas de él contra su cara y devoraba los chorros de leche, y Antonio no podía creer lo que estaba viviendo, que alguien por fin lo entendía y disfrutaba sus formas, las más derechas y torcidas.
Por eso Antonio, con profundo agradecimiento, le preparó desayuno, pero la joven medio tonta ni siquiera quiso sentarse, sino que lo tomó de la mano, y le dijo sonriente:
—Ven para que conozcas a unas personas.
Y ella y Antonio terminaron en una reunión con muchísima gente, más bien una fiesta con música baja a las diez de la mañana, donde la joven le presentó a un viejo calvo y gordo con bigotes enrollados, a una cuarentona pelo corto y rojizo bastante definida, y a un montón de personas más que lo saludaron con cariño. Era la comunidad LGTB.
Antonio lo supo cuando estaba en el estrado, y ya había comentando al micrófono su amor a la lactancia materna, que lo llevó a cumplir su sueño a amamantar aún siendo hombre. Lo supo aún después de que la multitud aplaudiera y los flashes de las cámaras lo enceguecieran unos segundos, cuando ya el mal estaba hecho. Y aunque realmente hubiese preferido no ser famoso, que la gente lo ignorara o evitara como siempre, era un hombre de casi cuarenta años desempleado, y quizás a esto pudiera sacarle provecho. Por eso dejó que la joven clara medio tonta lo besara en plena efervescencia de las cámaras, y leyera al público algunas de sus notas de su libreta personal, mientras lo postulaba como presidente de la asociación. Total, ya era una figura pública, y podía ser totalmente transparente con el mundo.
O, bueno, semi transparente.