20 enero 2014

Apollo 18

Te voy a contar una historia pero no se lo digas a nadie porque es súper secreto: soy el único venezolano en viajar en una misión Apollo. Sí, zarpé al espacio una noche lluviosa de 1986, cuando todo el mundo miraba desde su casa la estela brillante del cometa Halley. Lo que nadie sabía es que no era un cometa lo que observaban en el cielo, sino mi nave espacial quemando kilolitros de gasolina de alto octanaje.



Viajé durante dos años en una cápsula de metal, y aprendí de memoria todas las estrellas del firmamento. Todos los días estudiaba los tipos de rocas que debía analizar, y los componentes químicos que necesitábamos encontrar. Fueron dos largos años, viendo al puntito rojo volverse más grande, tan grande que un día nos comenzó a halar su gravedad, y ya no fue necesaria tanta gasolina. Apagué los motores, y descendimos sobre las rocas rojizas de Marte. Abrir la escotilla y ver la superficie fue la mejor experiencia de mi vida hasta aquel momento. Pero esa no es la parte increíble de la historia.



Apenas descendí sobre Marte y pisé la tierra, escuché unos quejidos. Al principio, pensé que eran extraterrestres, marcianos que mi nave había golpeado sin querer durante el amartizaje. Eso me emocionó mucho, debo confesar. Uno de los objetivos de aquella misión ultra secreta era encontrar vida, por eso había estudiado tanto los tipos de roca que debía analizar. Pero no vi a nadie. Miré en todas las direcciones y sólo encontré desierto rojizo. Entonces, me di cuenta de que los quejidos provenían del interior de la tierra marciana, y pensé que tal vez los extraterrestres se encontraban en el subsuelo. Recosté mi oreja en el suelo de Marte, y una voz de ultratumba dijo con mucho eco:

—Amigo, tu nave me está lastimando. Ponla por favor sobre la montaña.

Aquello me asustó mucho. ¿Quién me hablaba? Miré a todos lados, al cielo, pero no había nadie. Pero yo había viajado dos años en una carcacha de metal, y nadie iba a detenerme en mis propósitos. Agarré mi tubo de ensayo como si fuera una pistola, y grité desesperado:

—¿Quién es? ¿Quién habla? ¿Qué quiere de mi?
—Tranquilo, amigo —respondió la voz, conciliadora—. Soy yo, el planeta Marte.

Te parecerá extraño, pero jamás pensé que me tomaban el pelo. Estaba en otro planeta, solo, sobre un cuerpo terrestre supuestamente parlanchín, y con un tubo de ensayo como arma. Miré la superficie donde había amartizado: era blanda como llagas. En cambio, la montaña era rocosa como los callos de las manos.

—Si eres de verdad Marte, demuéstralo —dije retador.

Un volcán a lo lejos erupcionó violentamente. El sonido fue aterrador, como si arrimaras un mueble de tu casa, pero mucho más fuerte. La lava amarilla salió como un chorro directo al cielo, pero en lugar de caer por la gravedad, se mantuvo unos minutos en el aire, formando unas letras que decían en español:

HOLA SOY MARTE

Te parecerá loco, pero le creí. Le creí a la voz. También temí que me arrojara la lava ardiente si no le creía, pero la lava se secó en el aire, y cayó al suelo hecha rocas. «Ígneas, como en la Tierra», dijo.

Arrojé mi tubo de ensayo y deseché el listado de experimentos. Apenas moví la nave a la montaña, la voz comenzó a hablar largo y tendido, durante varios días, como si fuéramos amigos de toda la vida. La voz era del propio Marte, el cuarto planeta, quien tiene vida real como un ser humano, pero es un planeta. Y me contó muchas cosas, incluso de por qué es tan rojo.

Marte era de color azul, un azul más fuerte que el de La Tierra, nuestro planeta. Era un planeta buenmozo (cómo negarlo), no sólo por su color tan llamativo sino porque además tenía cinco lunas, muchas más que sus vecinos cercanos al Sol. Pero resulta que a Marte le gustaba mucho Venus, la planeta que está cerca del Sol. Venus era muy coqueta y dulce, y eso le gustaba a Marte: Marte estaba muy enamorado.

Pero Venus estaba muy lejos: Marte tenía que llegar hasta La Tierra y después recorrer millones de kilómetros más para poder estar junto a ella. Pero Marte era un romántico y lo hizo: a pesar de que Júpiter le advirtió sobre lo peligroso que era un cambio de órbita, Marte no le hizo caso y recorrió los millones de kilómetros necesarios para estar junto a Venus. Y la verdad es que Marte y Venus eran muy felices, ¿no dicen que los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus? Bueno, por eso es que lo dicen.

Pero las advertencias de Júpiter no fueron exageradas: Marte no estaba acostumbrado a estar tan cerca del Sol como Venus. Venus tenía toda la vida cerca del Sol pero Marte no, él estaba lejos, donde hacía más frío. Y como estaba muy cerca del Sol y no usó protectores solares, Marte se insoló. Demasiado Sol recibió. Recibió tanto Sol que tres lunas se le quemaron y se quedó solamente con dos. Pobre Marte. Por eso es rojo, por la insolación que recibió. Y por eso se queja cuando uno lo pisa, porque le duele mucho que le toquen las quemaduras.

Por eso Marte regresó a su antigua órbita, lejos de Venus. Pobre Marte y Venus. Allí Marte espera hasta que algún día se le alivien sus quemaduras, y pueda regresar con su amiga Venus para ser felices, al menos por un rato. Y por eso Venus se forró de nubes para que no vieran sus lágrimas, convertidas en tormentas.

Pero Marte es paciente. Sabe que un día se mejorará, y volverá junto a Venus. Y ella también lo espera.