18 octubre 2013

Operación Smartphone

Ustedes no saben lo que he visto. Yo estaba en la estación de Metro Gato Negro cuando un chamito robó mi teléfono inteligente. Debo aclarar que apreciaba mucho mi teléfono inteligente. No porque me había costado un ojo de la cara, sino porque me distraía en las colas para comprar papel higiénico. Tiempo atrás, yo sentía esas horas en cola tan inútiles como un militar cuidando pollos en un mercado del gobierno. Pero luego, gracias a mi teléfono inteligente, me ponía a jugar béisbol, y el tiempo se me pasaba volando.

El vagón estaba lleno y yo decidí esperar el siguiente tren. Por eso, saqué mi teléfono inteligente, y me puse a jugar béisbol. Debí sospechar que algo malo pasaría, pero suelo sentirme protegido en lugares con mucha gente y «vigilado con cámaras». Como sea, no vi venir que un niño dentro del vagón lanzaría un zarpazo hacia mi móvil, justo antes de cerrarse las compuertas. Un niño con una camiseta de Los Ángeles Lakers: el violeta desgastado convertido en lila, y una carita feliz dibujada con marcador en el balón del logo. Yo reaccioné tarde, y los golpes que proporcioné a la ventana de plástico fueron un terrible espectáculo para mi ego.

Al menos, no grité. Lleno de una furia desconocida para mí, salté a las vías del tren, y perseguí al vagón que aceleraba su marcha. Raudo, me adentré en el túnel, en el que aún me encuentro perdido.

Ustedes no saben lo que he visto. Al tren lo perdí rápido, evidentemente. Los dos bombillos rojos de la popa se extinguieron como unos párpados que se cierran. Entonces sentímiedo. Si alguna vez se ha ido la luz de noche mientras hacen número dos en su casa, sabrán a lo que me refiero. Incertidumbre, olor a cloaca, calor. Trastabillé varias veces, caí un par, pero nunca utilicé las manos para apoyarme en el piso. Me daba asco. Hasta que escuché el silbido del tren. No era un silbido realmente. Era como alguien que chupaba las últimas gotas de gaseosa por el sorbete. Los rieles vibraron como una oxidada ventana corrediza al abrirla. La brisa caliente me empujó para alentarme a correr por mi vida, o lo poco que quedaba de ella.

Pero no podía correr. No estaba cansado, pero no veía escapatoria. Siempre me he quedado inmóvil en momentos decisivos: cuando niño una vez me atropelló un carrito de helados. El conductor estaba seguro que yo me apartaría, pero yo me petrifiqué en el asfalto. Veinte años después, sucedía lo mismo, pero dentro de un túnel de Metro oscuro y sin escapatoria.

Hasta que los bombillos amarillos de la proa del tren iluminaron la vía. Y pude ver, en un costado del túnel, una pequeña compuerta circular de submarino, apenas más ancha que mi cuerpo. Esta vez no me importó ensuciar mis manos, giré la llave de la bóveda, y me adentré en aquél túnel tan oscuro como el deseo de matar.

Tampoco me quedaba más remedio que seguir adelante. Además, este nuevo túnel tenía una escalera estilo alcantarilla. No necesariamente subía, más bien a veces sentía que bajaba o daba espirales inútiles. Pero no podía parar. Después de todo, si alguien había construido aquello, debía llegar a algún lado. Sólo que yo jamás imaginé a dónde llegaría.

Finalmente, mi cabeza tropezó con otra compuerta de submarino, y giré la llave. La luz me encegueció un momento. Al abrir mis ojos, dos elementos me dejaron frío: uno, el mar; y dos, una torre de rollos de papel higiénico de cuatro pisos de altura.

¿Qué demonios hacía una montaña de papel higiénico en medio de la nada?

Lo del mar fue fácil de adivinar. Me había arrastrado por aquel túnel hasta algún lugar del litoral central, digamos, por veinte kilómetros. Sin duda, un esfuerzo notable, pero tampoco una gran hazaña. Lo que me intrigaba enormemente era la montaña papel higiénico. Pero, como siempre, no sospeché inicialmente que se tratara de algo malo.

Salí del túnel, que simulaba una cañería, y exploré la zona. Debía estar aún en las faldas de el Ávila, porque el mar se veía aún abajo, aunque se encontraba a menos de un kilómetro. El edificio de papel higiénico estaba en medio de un claro de arbustos pequeños, de muchas ramas secas y suelo arenoso, imposible de atravesar sin la ayuda de un machete. No había nada más, ninguna salida que no fuera la falsa cañería por donde había llegado. Ni una tienda de campaña, ni un vigilante, ni una cantimplora que indujera que había estado allí un ser humano recientemente. Hasta que escuché abrirse la compuerta del túnel.

Poco a poco fueron saliendo decenas de niños de la falsa cañería. Eran niños de aspecto pobre, casi miserable, cuyas camisas parecían lonjas de queso holandés, llenas de agujeros. Arrastraban sacos de arpillera, pesados como si fueran sacos de papa, y los amontonaban frente a la torre. Todo esto, en el más profundo de los silencios. En pocos minutos, habían salido cien niños del túnel, y se habían puesto en formación frente a los sacos apilados. Entonces, uno de ellos gritó, y todos comenzaron a aplaudir, a cantar marchas militares, y a dar vivas por alguien que supuestamente los había salvado, aunque no se interesó en darles ropa nueva.

Fue espeluznante. Yo me había ocultado detrás del edificio de rollos, y ahora sentía que me estaba volviendo loco, con niños «verdes» acaparando papel higiénico en medio de la nada. Niños que utilizaban eufemismos como «Patria», «Felicidad» y el «Estado de Plenitud del Alma». Que declamaban versos endecasílabos como un cronista de los años cincuenta, obsesionado por alzar la voz y dar finales contundentes.

No tardaron mucho en descubrirme. Un niño que inspeccionaba la zona comenzó a gritar: «¡Saboteador!», y yo no tuve otra opción que escalar la montaña de papel, lanzando rollos a diestra y siniestra para despistar a mi perseguidores. Pero mientras pateaba la cara de uno de los niños, otros me halaban las zapatillas y el pantalón. Yo seguía por encima de ellos en el edificio pero estaba desesperado, y los niños gritaban y todas sus voces se mezclaban en una sola, en un tono agudo como el pito de una olla de presión. Porque de eso se trataba, de agua hirviendo a punto de quemarme.

Resignado, agarré un rollo de papel higiénico, y atiné a pegárselo en la cabeza a algún niño. No importaba cuál, sólo necesitaba hacerle daño a uno de mis agresores. Pero al bajar la vista, me encontré con el niño que me había robado el teléfono en el Metro. El chamito aquél con la camiseta de los Lakers color lila, y la carita feliz en el balón del logo.

¿Qué demonios hacía allí el ladronzuelo, atacándome con sus secuaces en medio de la nada?

No entendía nada, no encontraba una explicación lógica, mi cabeza daba vueltas, y lancé el rollo de papel a ninguna parte. Los niños seguían halando mis pies, y yo me resistía inútilmente. Hasta que por fin vi el interior de la torre de papel higiénico, y lo entendí todo. Los rollos de papel sólo eran la capa exterior de un enorme cubo de plástico, lleno hasta el tope de teléfonos inteligentes. En un segundo, pude reconocer Iphones, Samsungs, HTCs, y todos los modelos de gama alta de smartphones de los que tenía conocimiento. También vi que el tope del edificio estaba atiborrado de bidones de gasolina. Me convencí, por fin, de que no había escapatoria. Me dejé caer, y los niños me golpearon hasta perder el conocimiento.

Desperté hace cuatro minutos, pero fue como si no hubiera abierto mis ojos. O todo estaba oscuro, o me había quedado ciego. Traté de moverme pero mis manos y pies estaban atadas. Paralizado, pero esta vez no por mis temores. Sé donde estoy: la misma incertidumbre, olor a cloaca y calor. En cualquier momento vendrá el tren. Lo sabré primero por el sonido, parecido a una silla que es arrastrada por el piso. El suelo vibrará como una licuadora cuando es encendida, y mi estómago será el jugo de lechosa dando vueltas en el interior de la taza. Veré los dos bombillos de la proa acercarse, si no estoy ciego, y pensaré en el juego de béisbol de mi antiguo teléfono inteligente, para intentar adelantar el tiempo artificialmente. En mi pose de superioridad moral no me arrepentiré de nada, porque siempre debí saber que nunca hubo escapatoria.

Ya ustedes saben lo que he visto. Ahora corran.

06 octubre 2013

El post del miedo

Hace más de dos meses que no escribo. Me da miedo. Este es un post sobre el miedo. Cuando abrí este blog hace cinco años, lo hice con esa intención. Y por la culpa. Esa culpa que solia comprometerme a hacer cosas que realmente no queria. Y la consiguiente autoflagelación por sentirme culpable de mi incomodidad durante el compromiso. Entonces tuve miedo a la culpa.

Ahora pienso que escribí mi libro pensando más en convertirme en un rock star que en mí mismo. Ya sabes, ganar seguidores en Twitter y Blogger, que por fin me publicara un portal de narrativa venezolana, sentirme más escritor porque había publicado a una edad temprana. El libro tiene cinco cuentos que me gustan, sí, pero los demás son relleno. Y los que me gustan, ahora los reescribiría por completo. Los haría menos estándar, más fluidos.

Eso me hizo sentir culpable por un tiempo.

Ahora, por fin, pienso en hacer otro libro. Tengo algunos cuentos ya listos, pero otros que ni siquiera he podido iniciar. Están allí, me sé la historia, pero no puedo presionar la mayúscula inicial, como si una voz de ultratumba me dijera juega béisbol en tu teléfono en lugar de escribir, y yo le creyera totalmente.

Este es un post de miedo. ¿Viste?