30 abril 2013

Restaurante chino en El Vigía

Salsa agridulce en un pote plástico transparente, de tapa color verde manzana brillante, forzado como el traje de superhéroe de Gohan. También hay con sal, en un recipiente más pequeño, mezclada con arroz para que la humedad no la vuelva grumos.

Estoy en El Vigía, Mérida, el estado andino por default en Venezuela. Pero El Vigía no es nada andino. Está más vinculado con los churrascos Santa Bárbara que con las arepas de harina de trigo, aun cuando las panaderías vendan pan de Tovar. El Vigía es de clima caliente, y desde la loma del hotel sólo se ve una llanura interminable.

Me hospedo en el Hotel Bari, un modesto y típico motel de carretera norteamericano convertido en algo más «familiar», «refinado» y «serio». Las habitaciones fueron remodeladas por algún tipo que siguió rigurosamente las recomendaciones de Beco o Bima: pared de papel tapiz wengué, al igual que el closet, y lavamanos estilo fuente romana. Pero al parecer se quedaron cortos con el presupuesto, porque el piso sigue siendo de granito, y el water es de típica decoración corporativa.

El Vigía es un pueblo feo y sin historia. Parece que fue una encrucijada entre San Carlos del Zulia, Mérida y Valera donde la gente comenzó a construir casas. Hasta el propio chico del almacén me dijo que allí «no había nada». Pero, eso sí, las personas han sido muy panas, y al caminar por las calles siento una falsa sensación de seguridad que me incomoda.

¿Qué aspira la gente de El Vigía? En el aeropuerto y en el hotel se fue la luz. Fui a una farmacia y el chico me dijo que la pasta dental estaba «agotadísima». Es notable que en un lugar sin superlativos, el único que se utilice sea para resaltar ausencia. Eso me recuerda a San Agustín. El tipo decía que el «mal» significaba «ausencia de Dios». Para mí, la «ausencia de Dios» es El Vigía.

Suena Marco Antonio Solís, una de sus pocas canciones moviditas. Todos los clientes que llegan quieren camarones, aunque yo encontré sólo uno en mi arroz. Veo la lámpara roja china sin bombillo, pero no me siento culpable de que Caracas consuma toda la energía eléctrica.

¿Sabías que el sábado antes del día de la Madre es cuando más se vende en Venezuela, superando cualquier día de Navidad? Eso puede hablar de lo matriarcales que somos, o de lo consumistas, o de nuestras falsas pasiones. O que dejamos todo siempre a última hora.

Yo no quiero pensar en explicaciones. No hoy. Sólo observo las diez servilletas apretadas en un vaso que debería ser de whisky, y el menú protegido con láminas de acetato, cual informe de séptimo grado. Apoyo mis codos en el mantel mostaza, mis ojos buscan hacer contacto visual con el mesonero. El mesonero que es tan criollo como la arepa de harina de trigo y el pan de Tovar, aunque trabaje en un restaurante chino de El Vigía.

22 abril 2013

Before ipod

La sala de la casa, la cerámica beige, el equipo de sonido con ecualizador metido en un cajón de imitación a madera. Era iluminado aquel lugar, la luz entraba por una puerta lateral y a través de las cortinas semitransparentes de la sala, sobre el equipo de sonido. Mi madre ponía la mesa de planchar allí, bajo el arco entre la sala y el comedor, abría las cortinas del comedor porque ésas sí eran oscuras, o si no, se ponía camino al pasillo que comunicaba a los cuartos. Mi madre siempre escuchaba música de la radio, en un Pioneer un poco más grande que el de Mafalda, y que también funcionaba con baterías. El radio reproducía y grababa sobre cassettes, y mi madre compraba muchos cassettes vírgenes para grabar música de la radio, de marca TDK o Sony FX. El método era muy simple: luego de escuchar la canción repetidas veces, se aprendía las notas iniciales, y al apenas escucharlas, presionaba el botón REC del Pioneer, que permitía grabar las canciones en el cassette. Lo que no recuerdo es por qué el grabador siempre estaba lejos de la mesa de planchar. Por eso, muchas canciones comenzaban en el tercer verso o la segunda estrofa, y terminaban con las primeras notas de la siguiente canción, o con la voz del locutor indicando el nombre o dictando una publicidad. Uno de las decepciones de mi infancia era que el cassette se acabara a mitad de una canción, porque cuando volvía a escucharlo luego me olvidaba de que la canción estaba incompleta, y el karaoke asistido se transformaba en capella. Mi madre entonces sacaba el cassette, y anotaba uno a uno los nombres de las canciones y los cantantes en el formato del estuche con su bella letra estilo Palmer. A veces, cuando mi madre no se sabía el nombre de la canción o del cantante (o de ambos) escribía la palabra o la frase más repetida como título del tema. Así mi madre descubrió a Arjona mucho antes de que se volviera famoso, o malo.

10 abril 2013

Dos sueños impúdicos

Sueño uno

Aparecemos en escena varios familiares y yo, estacionando un Chevrolet Corsa al borde de las escaleras de El Calvario, entrada la noche. Por supuesto, un choro aparece en escena. Mi primo pierde los papeles y grita como loco. Yo camino rápido hacia el carro, pero el choro me apunta con su pistola, grita: «quieto», y tuve que darle mi Galaxy S3.

Pasamos a otra escena, y aún estamos al borde del cerro El Calvario. Hay un pordiosero que atraca a un transeúnte. La pistola que usa es la misma que utilizó el choro para inutilizarme. El pordiosero dispara a quemarropa tres veces pero falla. Entonces, me doy cuenta que la pistola es falsa. Me abalanzo sobre el pordiosero, y le doy varias trompadas. En el trajín, el pordiosero deja caer un teléfono muy parecido al mío. Tomé rápidamente el celular, que asumí era el mío, y le di más trompadas al viejo, hasta matarlo.

Finalmente, aparezco en casa, me pongo la camisa y perfume, me veo en el espejo. Estoy bien. Agarro el teléfono y me doy cuenta de que es un Galaxy Ace, de mucho menor valor que mi S3 robado. Despierto.

Sueño dos

Estaba en mi habitación intentando tirar con mi esposa pero siempre entraba alguien: mi mamá e incluso mi sobrino de un año. En un momento en el que todos salieron del cuarto, eché llave y volé hasta la cama. adoptamos la posición del Misionero. Pero al intentar penetrar a Susana, ella tenía un pene y yo una vagina. Me lo metí en la boca, pero la sensación me disgustó. El pene de Susana no era común: el glande formaba parte de todo el cuerpo del pene, que era flácido y rosado. Desperté.

09 abril 2013

Una noche feliz

Salí de ver «Quartet» en Centro Plaza reconciliado con la vida. Es paradójico que un filme de protagonistas ancianos provoque eso. También el clima estaba delicioso. Mientras caminaba hacia el Celarg, pensé en ello. En cuánto extrañé este eterno verano, y el miedo que me da perderlo.

El Celarg cada vez me entusiasma menos. Hace un año quitaron la función de las 7 de la noche, y la librería (o lo que queda de ella) cierra a las 5. Entré a la Sala Experimental pero no entendí ninguna pintura. En el Celarg 3 presentaban «Ratcatcher». La sinopsis comenzaba con: «Ryan, un niño de 12 años, se ahoga durante una pelea con su vecino James...», y no seguí leyendo. Si ya venía reconciliado con la vida, ¿para qué amargarme con ficción? Más bien la ficción es lo que debe salvarnos.

Bajé por la Luis Roche hacia ningún lado. A un costado del Celarg, donde estaba La Tienda del Cine, noté que construían un bar. Sería lo máximo que lo terminaran. Compensaría el cierre de cafés como Tawa, Come a Casa y St. Honoré, aunque aún duele la desaparición de La Tienda del Cine; en otrora, el templo del séptimo arte en Caracas. La original estaba en el Teresa Carreño, pero la reemplazaron por un negocio de artesanía.

Mientras caminaba, a un lado una pareja hablaba y reía. Comunicarme y reír al mismo sólo puedo hacerlo borracho, a menos que me pase de copas, y se me trabe la lengua.

Llegué a la Librería Lugar Común, en la esquina de la Avenida Del Ávila y la Francisco de Miranda. Fue inaugurada hace varios meses, pero nunca quise entrar porque, al asomarme, veía adentro a escritores «reconocidos». Me da miedo unirme algún día a ese club, y ser como un candidato a la presidencia, que debe favores a todo el mundo.

Un viejo gordo y calvo entró a la librería. Buscaba un libro imposible y se autodenominó erudito. La librería es un lugar exquisito. Parece la casa de muñecas de un escritor. Tiene muebles y una gran ventana donde se ve todo desde afuera. Traen con frecuencia libros de Argentina y México, y los venden a precios astronómicos. Aún así, se agradece. Elegí libros de Juan Villoro, Antonio Tabucchi, César Aria y «Abril Rojo», de Santiago Roncagliolo, de quien había leído textos por Internet. Del resto, sólo referencias.

El chico de la caja fue muy amable. Cuando me preguntó la dirección, y le dije: «Campo Rico», me preguntó dónde quedaba eso. Nadie sabe donde queda Campo Rico. Es un lugar sin historia. Cuando me mudé para acá, quise volverme el cronista del lugar, pero sólo escuché tiros. Campo Rico no es un campo, sino un cerro lleno de casas sin friso y tanques azules que no pagan agua. Esa es la mejor crónica que puedo dar.

Compré cinco libros y gasté mil bolívares. Una barbaridad, pero no me arrepiento. Nada pudo arruinar una noche feliz.

01 abril 2013

Sobre comida venezolana

Ayer preparamos empanadas de cazón en la casa. Las empanadas venezolanas se hacen con harina de maiz, bien fritas, con la típica medialuna que tienen todas las empanadas del mundo.

El cazón lo obtuve a través de mi mamá, quien nos dio secretamente lo poco que sobró del Pastel de Chucho.

El Pastel de Chucho es un plato típico venezolano más subvalorado que el Asado Negro. Se trata de un pasticho de cazón y plátano frito sobre una base de tortilla con papa. El resultado es una mezcla de sabores dulces y salados muy alucinante.

Este fin también comí por primera vez Malasrabias. Es un dulce de plátano con toques de clavo que me recuerda al dulce de lechosa (papaya). De los dulces venezolanos, soy fan del desaparecido Bienmesabe, sustituido en los restaurantes venezolanos por Tortas Tres Leches y Marquesas de chocolate.

También me parece insólita la ausencia de Papelón con limón como bebida estelar, sobre todo en los restaurantes criollos. Sin embargo, el otro día fui a Il Grillo (fast food italiano), y el combo tenía descuento si lo pedías con papelón. ¿Qué bolas, no? Pero si vas a una arepera, te ofrecen Nestea o jugo de fresa.

Hoy pasé por La Guarandinga (fast food de comida criolla), y había quebrado. Hace unos meses comí allí el mejor Asado Negro en años. Pero volvimos unas semanas después, y la calidad había bajado.

¿Por qué la mediocridad nos la tomamos tan en serio? Cuando un extranjero viene al país, hay que rezarle a San Sumito para que algo tan simple como un Sancocho de gallina, una Cachapa con queso, o hasta una fucking Chicha de arroz esté buena, vayas donde vayas.

Por eso no hay nada como unas empanadas de cazón hechas en casa.