le preparé un sanduchito y la metí en el cuarto, con el pretexto de
«conversar sin el fastidio de mis
roomates». ya esos días nos habíamos dado nuestros piquitos, pero ahí le empecé a dar los besos de verdad. la arrastré a la cama, le bajé la blusa, fui directo a comerme sus tetas. su cara se puso roja de la vergüenza, pero comenzó a gemir, a decir que le gustaba, a apretar mi cabeza con sus manos como si fuera un limón gigante y fuera a hacer limonada. yo le metí la mano por debajo del pantalón, estrujaba su clítoris inundado de flujo. pero cuando ella abrió los ojos y dijo
ya va, amor
supe que la había atacado el germen moralista. tuve que tragarme las ganas como una malta caliente, decirle que no se preocupara, que fuéramos poco a poco.
«yo sólo quiero que te sientas cómoda
», insistí, aunque no lograba reprimir la ira. ella reflexionó entonces
estás molesto
pero por más que yo lo negaba repitió
claro que estás molesto
entonces le dije que sí, que estaba arrecho, porque si ella aceptó (uno) que le diera la cola y (dos) que a mitad de camino le propusiera
«cenar algo en casa
», era porque iba pendiente de algo. entonces ella me gritó que era un asqueroso, que ella era una mujer decente que no se entregaba así nada más porque ella debía estar segura de mí, de que yo me entregara también por completo.
«¿acaso besar no es también quererse?
», dijo, como si yo estuviera de acuerdo.
al final me la cogí, pero ¿cuatro horas en ese peo? la próxima vez que le vaya a llorar a otro.